Trascendencia y responsabilidad del estalinismo.
El estalinismo parece algo del pasado, sin apenas trascendencia en la actualidad, resultando ajeno a las preocupaciones de nuestros contemporáneos. Sin embargo, la edición de diversos libros que abordan sin complejos esa realidad histórica y sus consecuencias, que nos alcanzan todavía hoy, plantea una serie de interrogantes y cuestiones de no poca relevancia.
Hasta hace algo más de un par de décadas atrás, no era infrecuente toparse, en las entonces multitudinarias manifestaciones conmemorativas del Primero de Mayo, a grupos de comunistas españoles que portaban enormes retratos de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao. Pertenecientes a diversas obediencias del fraccionado campo comunista (trotskistas, pro-chinos, pro-soviéticos, pro-albaneses, anarco-comunistas, comunistas independientes... divididos en cada caso en numerosas fracciones), la extrema izquierda solía servirse de tales concentraciones para intentar hacerse notar. Mucho sorprendían, en España, esas estrafalarias muestras de culto a la personalidad de los grandes Budas del comunismo internacional; más propias del paisaje humano de Moscú o Tirana. Sin embargo, tales exhibiciones no generaban aparentes muestras de rechazo en la ciudadanía testigo, ni se producían tumultos en su entorno (¿se imaginan algo similar si se hubiese tratado de gigantescos retratos de Hitler, por ejemplo?).
Naturalmente, esas demostraciones importadas de otras latitudes dejaron de producirse hace bastantes años, formando, hoy día, parte de la memoria colectiva de aquellos tan celebrados años de la transición española a la democracia.
Ese fenómeno corría parejo con otro. Por entonces, salvo en ambientes de la menguante derecha sin complejos, y de la demonizada extrema derecha, nadie osaba reprochar a los marxistas de cualquier obediencia por sus supuestas responsabilidades en los atroces crímenes que había perpetrado por medio mundo el comunismo. Denunciar las purgas de Stalin, hablar de la hambruna de los años treinta provocada artificialmente en toda la Unión Soviética por criterios ideológicos, exponer los crímenes de la Revolución cultural china, por ejemplo, eran competencia, muy desprestigiada por la intelectualidad progre española, de escasas y aisladas voces. Se les reprochaba, cuanto menos, el hacerse eco de presuntas campañas intoxicadoras, de la CIA naturalmente, que formarían parte de la “guerra psicológica” del imperialismo capitalista contra los países comunistas y los llamados “movimientos de liberación nacional”. De esta forma, se presumía que, si los testimonios de esas presuntas matanzas eran avalados por el “enemigo por excelencia” de todo marxista revolucionario, seguro que se trataban de gruesas mentiras o que, al menos, incurrirían en enormes exageraciones tendenciosas; lejos de un mínimo rigor histórico. Además, en cualquier caso, “el comunismo no podía ser tan malo”, se decía, y lo que se intentaba en España era una experiencia de “nuevo cuño”, democrática y de rostro humano.
En ese contexto, la literatura e historiografía anticomunista, o que simplemente trataba de exponer la realidad del comunismo, carecía de prestigio y de resonancia mediática. Hoy día diríamos, con lenguaje actual, que se trataba de una cuestión “políticamente incorrecta”, incluso en ambientes “liberales”.
En otros países de Europa las cosas eran bastante parecidas. No obstante, poco a poco, esa supuesta unanimidad empezó a resquebrajarse. Así, los contenidos de un grueso volumen, “El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión” (de Stéphane Courtois y otros, Éditions Robert Laffont, París, 1997), generaron una enorme conmoción en Francia. Y no podía ser menos: que autores e historiadores no vinculados con la extrema derecha, o los reaccionarios círculos de exiliados, incluso algunos de ellos excomunistas, expusieran como una realidad incuestionable, con documentación y rigor, semejante suma de crímenes, no podía generar indiferencia.
En España, sin embargo, la edición del libro (Editorial Planeta, S.A., Barcelona, y Espasa Calpe, S.A., Madrid, 1998) apenas tuvo trascendencia y fue ignorada por los historiadores españoles en general: todavía no era pertinente estudiar, desde una perspectiva histórica, los episodios del comunismo que entraban en la categoría de “genocidio”. Y más cuando, también todo ello, “tocaba” a la reciente historia española.
A lo largo del pasado año 2003 se ha abierto, en ese sentido, una brecha en España. Varias obras, de indudable calidad científica y documental, se han publicado abordando diversos episodios históricos del comunismo, especialmente dramáticos, centrados en el estalinismo; tal vez su expresión más sangrienta, al menos cuantitativamente.
Novedades historiográficas en torno al estalinismo.
El de Stanley G. Payne “Unión Soviética, comunismo y revolución en España” (Plaza y Janés, Barcelona, 2003) aborda las complejas relaciones del PCE, Stalin, el PCUS, la Internacional Comunista y la política exterior soviética. Si algo queda claro, después de su lectura, es la completa subordinación del PCE a la política de Stalin, hasta el punto de que sus sumisos dirigentes fueron incapaces de comprender -en diversas ocasiones- el sentido último de determinadas tácticas aplicadas en España por mandato del Komintern. También este organismo revolucionario estaba por completo dirigido por José Stalin, quien adoptaba personalmente las decisiones más relevantes de la política exterior soviética, así como las orientadas a la difusión internacional del movimiento comunista.
Walter Laqueur en su libro “Stalin, la estrategia del terror” (Ediciones B, S.A., Barcelona, 2003) no se atreve a realizar un diagnóstico definitivo explicativo de las causas verdaderas que determinaron decenios de sangre, teledirigidos por Stalin, que asolaron a Rusia, a pesar del silencio y la complicidad de los comunistas europeos y la general indiferencia de Occidente. Pero su mérito radica en exponer, como una realidad históricamente incuestionable y como un dato objetivo, que el comunismo, especialmente bajo Stalin, perpetró crímenes masivos contra la humanidad y los derechos humanos. Claro, no lo olvidemos, que para comunistas y demás marxistas, hablar de derechos individuales no tiene sentido. Sólo el partido, la clase obrera, la nueva humanidad, tienen derechos. Otros derechos serían reminiscencias burguesas.
La persona de Stalin y su régimen, el estalinismo, son inseparables. Pero, ¿es el estalinismo consecuencia inevitable del leninismo?, ¿y del mismo marxismo?, ¿o es, acaso, producto de la idiosincrasia rusa?, se pregunta Walter Laqueur, sin atreverse a cerrar la cuestión.
En cualquier caso, para este historiador, Stalin, fue un auténtico psicópata que carecía de conciencia y que identificó por completo sus objetivos personales con la ideología del partido.
El autor de “Stalin y los verdugos” (Taurus, Madrid, 2003), Donald Rayfield, está seguro: Stalin ha sido el máximo responsable del régimen genocida más mortífero de la historia. Basándose estrictamente en documentos, este escritor asegura que el terror golpeó a todos los estratos sociales de la Unión Soviética: minorías nacionales, vieja guardia bolchevique, fuerzas armadas, intelectuales y artistas, comunistas extranjeros exiliados en la URSS, campesinado, clases medias urbanas, científicos, burgueses y aristócratas supervivientes de persecuciones anteriores, exmiembros de partidos reaccionarios y de los ejércitos “blanco” y zarista, creyentes de diversas religiones (especialmente católicos y ortodoxos, pero también, musulmanes y budistas). Incluso muchos de los mismísimos miembros de los servicios secretos soviéticos (OGPU, CHEKA, NKVD, KGB), que ejecutaron materialmente esos crímenes, fueron arrastrados por la furia estalinista, costándoles la vida y la de sus propios familiares.
Pero la aplicación fría y planificada de una despiadada violencia tiene inmediatos antecedentes: no es exclusiva de Stalin y sus verdugos. Así, Rayfield recuerda que ya Lenin incurrió, sin complejos, en crímenes contra los derechos humanos con similares razonamientos marxistas de los esgrimidos por Stalin, quien contó con unos aplicados, incluso en exceso, ejecutores de esta política genocida: Dzierzynsky, Menzhinski, Yagoda, Yezhov y Beria, siendo algunos de ellos también devorados por la bestia que alimentaron.
Respecto al papel de Occidente, afirma, en la página 222 del libro que: ”En 1931 se exportaron cinco millones de toneladas de cereal provenientes de un campo que padecía hambre. Aquel cereal pagaría turbinas, cadenas de montaje y maquinaria para la industria minera y financiaría los Partidos Comunistas de toda Europa, Asia y América.
El silencio de Occidente, que salió de la depresión económica en parte gracias a contratos de exportación procedentes de la Unión soviética costeados por la sangre de millones de campesinos, es una mancha para nuestra civilización”. En definitiva, y siempre según este autor, las responsabilidades alcanzaron dimensiones insospechadas.
De esta manera, sólo puede alcanzarse una conclusión: la aplicación del experimento comunista ha supuesto a la humanidad uno de los mayores sufrimientos colectivos que ha padecido. Desde Etiopía a China, desde Europa Oriental a la Siberia Soviética, desde Cuba a Angola. Millones de hombres, mujeres, niños y ancianos, por hambre o frío, por bala o soga, han pagado con sus vidas el sueño despiadado e irracional de unos ideólogos y activistas que pretendieron, de forma planificada y consciente, implantar un modelo social que exigía la eliminación de clases sociales y grupos étnicos y religiosos completos.
Pero, pese a ese despliegue de datos, reflexiones y documentos contrastados y autorizados, recogidos en esos y otros muchos textos, no parece que se haya producido un cambio espectacular, en los medios de comunicación, de la percepción común de la realidad del comunismo y del marxismo. Tampoco los partidos, que así se proclaman, han realizado autocríticas de ningún tipo. Pareciera que todo lo descubierto y difundido no les afectara en modo alguno.
Pese a ello, y de manera absolutamente indudable, queda claro que el comunismo en general, y el estalinismo en particular, incurrieron en una larga serie de crímenes colectivos en nombre de su ideología y en aras del paraíso comunista, sin comparación posible a otros semejantes, salvo los cometidos por el nacionalsocialismo: la verdad histórica, pese a algunos, está fijada.
Ya en los años 30, algunos autores exiliados, muchos de ellos rusos, publicaron atroces relatos, generalmente parciales y escasamente documentados (lo que no podía ser de otra manera), en los que se denunciaban matanzas perpetradas, supuestamente, por los revolucionarios comunistas. Se les dio poco crédito: aportaban mínima documentación, eran parte interesada y algunos de ellos se amparaban bajo la protección de ambientes de la -por entonces- potente extrema derecha o de los servicios secretos. Transcurridas varias décadas desde entonces, no pocos historiadores vienen confirmando, con documentos procedentes de los archivos soviéticos, que tales informaciones eran fragmentarias, pero veraces y, en muchas ocasiones, precisas.
Pero, además de un problema de reconocimiento y aceptación de la verdad histórica, existen otras cuestiones pendientes. Así, el autor del tercero de los libros mencionados, realiza algunas reflexiones especialmente pertinentes. En Rusia, afirma, no se ha reparado la memoria de las víctimas del estalinismo. Tampoco se han dado facilidades para investigar, con toda su profundidad, los hechos reales. Persisten, incluso, numerosos nostálgicos del estalinismo que niegan o justifican la oportunidad de ese dramático “experimento” social y político como el necesario precio de la industrialización. Incluso el sucesor de esos servicios secretos, autores de la mayor parte de esas masacres, el actual Presidente de Rusia Vladimir Putin, lanzó una serie de sellos de correos conmemorativos de las “hazañas en el contraespionaje” de sus predecesores en los mismos. El estalinismo, al menos en Rusia, por lo tanto, es una cuestión pendiente de respuestas mínimamente satisfactorias.
La periodista rusa Anna Politkovskaya, en su libro “Terror en Chechenia” (Ediciones del bronce, Barcelona, 2003), es concluyente en sus acusaciones. Asegura que son muchas las reminiscencias totalitarias del estalinismo, fruto de décadas de comunismo, que determinan buena parte de las prácticas del nuevo régimen político ruso. Ello se reflejaría, dramáticamente, en muchas de las expresiones del largo conflicto de Chechenia en el que se manifiesta una falta absoluta de transparencia informativa, se constata la violación de los derechos humanos, y se mantiene artificialmente una guerra como medio para la promoción profesional y el beneficio de los negocios de altos mandos militares y sus conexiones civiles.
En España no hay, parece ser, nostálgicos del estalinismo. Es más, cualquier socialista o comunista sensato se desvincula del mismo, así como de, prácticamente, todas las demás experiencias del denominado “socialismo real”. Consideran tales que, con la crisis levantada por las revelaciones de Kruschev ante el XX Congreso del PCUS (17 a 24 de febrero de 1956), ya se ha realizado toda la autocrítica necesaria. Pero semejante respuesta no parece suficiente: el comunismo no acaba, pero tampoco empieza, con Stalin. Tan breve explicación pretende, más bien, cerrar un necesario debate: informar a la sociedad española, sacando a relucir complicidades y responsabilidades políticas de comunistas y demás marxistas españoles en todo lo ocurrido. Y casi lo logran. De esta forma, para muchos de nuestros contemporáneos el comunismo forma parte del pasado. Es más, tienen claro que Hitler ha pasado a la historia de la ignominia. Pero, frente a Stalin, consideran que se trata de un caso muy distinto: ideas vagas, generalidades infantiles, imprecisiones históricas… Y a la consolidación de esa ambigüedad han contribuido sustancialmente, con sus silencios y justificaciones ideológicas, muchos de nuestros “progres”: periodistas, historiadores, docentes y políticos.
No podemos pasar por alto todo lo ocurrido allí, en Rusia y en otros numerosos países; lo que –también- tuvo dramática expresión en la España de los años treinta del pasado siglo. Es más, podría decirse que todo ello nos alcanza hasta hoy mismo: no en vano, algunas organizaciones terroristas, caso de ETA, se siguen proclamando marxistas.
Aún viven responsables materiales directos de los crímenes del comunismo en medio mundo. Igualmente, existen unos responsables políticos de semejantes crímenes contra la humanidad. Todavía persiste una responsabilidad intelectual y moral por tales hechos. Y una evidente relación de causalidad entre marxismo y crímenes del estalinismo, y del comunismo, que no pueden obviarse.
Para algunos políticos, historiadores y periodistas, autocalificados como progresistas, todo aquello de lo que venimos hablando es cosa del pasado, está poco claro y ha sido manipulado. A lo sumo, no tendría relevancia en la actualidad. Por ello, ante semejantes evasivas, existe un trabajo pendiente. Corresponde realizar un gran esfuerzo para desmontar esas falacias que pretenden escamotear la verdad. Algunos autores en España, al igual que otros muchos en todo el mundo, vienen realizando un gran esfuerzo intelectual para desmontar esos falsos tópicos, silencios y complicidades. La difusión de sus obras puede ser una manera de responder a este reto cultural y moral, prestando un necesario servicio a la verdad y a la justicia; concretas exigencias, ambas, y muy concretas, pese a algunos y a lo determinado como “políticamente correcto”.
Estalinistas en España.
Hasta hace algo más de un par de décadas atrás, no era infrecuente toparse, en las entonces multitudinarias manifestaciones conmemorativas del Primero de Mayo, a grupos de comunistas españoles que portaban enormes retratos de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao. Pertenecientes a diversas obediencias del fraccionado campo comunista (trotskistas, pro-chinos, pro-soviéticos, pro-albaneses, anarco-comunistas, comunistas independientes... divididos en cada caso en numerosas fracciones), la extrema izquierda solía servirse de tales concentraciones para intentar hacerse notar. Mucho sorprendían, en España, esas estrafalarias muestras de culto a la personalidad de los grandes Budas del comunismo internacional; más propias del paisaje humano de Moscú o Tirana. Sin embargo, tales exhibiciones no generaban aparentes muestras de rechazo en la ciudadanía testigo, ni se producían tumultos en su entorno (¿se imaginan algo similar si se hubiese tratado de gigantescos retratos de Hitler, por ejemplo?).
Naturalmente, esas demostraciones importadas de otras latitudes dejaron de producirse hace bastantes años, formando, hoy día, parte de la memoria colectiva de aquellos tan celebrados años de la transición española a la democracia.
Ese fenómeno corría parejo con otro. Por entonces, salvo en ambientes de la menguante derecha sin complejos, y de la demonizada extrema derecha, nadie osaba reprochar a los marxistas de cualquier obediencia por sus supuestas responsabilidades en los atroces crímenes que había perpetrado por medio mundo el comunismo. Denunciar las purgas de Stalin, hablar de la hambruna de los años treinta provocada artificialmente en toda la Unión Soviética por criterios ideológicos, exponer los crímenes de la Revolución cultural china, por ejemplo, eran competencia, muy desprestigiada por la intelectualidad progre española, de escasas y aisladas voces. Se les reprochaba, cuanto menos, el hacerse eco de presuntas campañas intoxicadoras, de la CIA naturalmente, que formarían parte de la “guerra psicológica” del imperialismo capitalista contra los países comunistas y los llamados “movimientos de liberación nacional”. De esta forma, se presumía que, si los testimonios de esas presuntas matanzas eran avalados por el “enemigo por excelencia” de todo marxista revolucionario, seguro que se trataban de gruesas mentiras o que, al menos, incurrirían en enormes exageraciones tendenciosas; lejos de un mínimo rigor histórico. Además, en cualquier caso, “el comunismo no podía ser tan malo”, se decía, y lo que se intentaba en España era una experiencia de “nuevo cuño”, democrática y de rostro humano.
En ese contexto, la literatura e historiografía anticomunista, o que simplemente trataba de exponer la realidad del comunismo, carecía de prestigio y de resonancia mediática. Hoy día diríamos, con lenguaje actual, que se trataba de una cuestión “políticamente incorrecta”, incluso en ambientes “liberales”.
En otros países de Europa las cosas eran bastante parecidas. No obstante, poco a poco, esa supuesta unanimidad empezó a resquebrajarse. Así, los contenidos de un grueso volumen, “El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión” (de Stéphane Courtois y otros, Éditions Robert Laffont, París, 1997), generaron una enorme conmoción en Francia. Y no podía ser menos: que autores e historiadores no vinculados con la extrema derecha, o los reaccionarios círculos de exiliados, incluso algunos de ellos excomunistas, expusieran como una realidad incuestionable, con documentación y rigor, semejante suma de crímenes, no podía generar indiferencia.
En España, sin embargo, la edición del libro (Editorial Planeta, S.A., Barcelona, y Espasa Calpe, S.A., Madrid, 1998) apenas tuvo trascendencia y fue ignorada por los historiadores españoles en general: todavía no era pertinente estudiar, desde una perspectiva histórica, los episodios del comunismo que entraban en la categoría de “genocidio”. Y más cuando, también todo ello, “tocaba” a la reciente historia española.
A lo largo del pasado año 2003 se ha abierto, en ese sentido, una brecha en España. Varias obras, de indudable calidad científica y documental, se han publicado abordando diversos episodios históricos del comunismo, especialmente dramáticos, centrados en el estalinismo; tal vez su expresión más sangrienta, al menos cuantitativamente.
Novedades historiográficas en torno al estalinismo.
Vamos a mencionar algunas de esas novedades bibliográficas.
El de Stanley G. Payne “Unión Soviética, comunismo y revolución en España” (Plaza y Janés, Barcelona, 2003) aborda las complejas relaciones del PCE, Stalin, el PCUS, la Internacional Comunista y la política exterior soviética. Si algo queda claro, después de su lectura, es la completa subordinación del PCE a la política de Stalin, hasta el punto de que sus sumisos dirigentes fueron incapaces de comprender -en diversas ocasiones- el sentido último de determinadas tácticas aplicadas en España por mandato del Komintern. También este organismo revolucionario estaba por completo dirigido por José Stalin, quien adoptaba personalmente las decisiones más relevantes de la política exterior soviética, así como las orientadas a la difusión internacional del movimiento comunista.
Walter Laqueur en su libro “Stalin, la estrategia del terror” (Ediciones B, S.A., Barcelona, 2003) no se atreve a realizar un diagnóstico definitivo explicativo de las causas verdaderas que determinaron decenios de sangre, teledirigidos por Stalin, que asolaron a Rusia, a pesar del silencio y la complicidad de los comunistas europeos y la general indiferencia de Occidente. Pero su mérito radica en exponer, como una realidad históricamente incuestionable y como un dato objetivo, que el comunismo, especialmente bajo Stalin, perpetró crímenes masivos contra la humanidad y los derechos humanos. Claro, no lo olvidemos, que para comunistas y demás marxistas, hablar de derechos individuales no tiene sentido. Sólo el partido, la clase obrera, la nueva humanidad, tienen derechos. Otros derechos serían reminiscencias burguesas.
La persona de Stalin y su régimen, el estalinismo, son inseparables. Pero, ¿es el estalinismo consecuencia inevitable del leninismo?, ¿y del mismo marxismo?, ¿o es, acaso, producto de la idiosincrasia rusa?, se pregunta Walter Laqueur, sin atreverse a cerrar la cuestión.
En cualquier caso, para este historiador, Stalin, fue un auténtico psicópata que carecía de conciencia y que identificó por completo sus objetivos personales con la ideología del partido.
El autor de “Stalin y los verdugos” (Taurus, Madrid, 2003), Donald Rayfield, está seguro: Stalin ha sido el máximo responsable del régimen genocida más mortífero de la historia. Basándose estrictamente en documentos, este escritor asegura que el terror golpeó a todos los estratos sociales de la Unión Soviética: minorías nacionales, vieja guardia bolchevique, fuerzas armadas, intelectuales y artistas, comunistas extranjeros exiliados en la URSS, campesinado, clases medias urbanas, científicos, burgueses y aristócratas supervivientes de persecuciones anteriores, exmiembros de partidos reaccionarios y de los ejércitos “blanco” y zarista, creyentes de diversas religiones (especialmente católicos y ortodoxos, pero también, musulmanes y budistas). Incluso muchos de los mismísimos miembros de los servicios secretos soviéticos (OGPU, CHEKA, NKVD, KGB), que ejecutaron materialmente esos crímenes, fueron arrastrados por la furia estalinista, costándoles la vida y la de sus propios familiares.
Pero la aplicación fría y planificada de una despiadada violencia tiene inmediatos antecedentes: no es exclusiva de Stalin y sus verdugos. Así, Rayfield recuerda que ya Lenin incurrió, sin complejos, en crímenes contra los derechos humanos con similares razonamientos marxistas de los esgrimidos por Stalin, quien contó con unos aplicados, incluso en exceso, ejecutores de esta política genocida: Dzierzynsky, Menzhinski, Yagoda, Yezhov y Beria, siendo algunos de ellos también devorados por la bestia que alimentaron.
Respecto al papel de Occidente, afirma, en la página 222 del libro que: ”En 1931 se exportaron cinco millones de toneladas de cereal provenientes de un campo que padecía hambre. Aquel cereal pagaría turbinas, cadenas de montaje y maquinaria para la industria minera y financiaría los Partidos Comunistas de toda Europa, Asia y América.
El silencio de Occidente, que salió de la depresión económica en parte gracias a contratos de exportación procedentes de la Unión soviética costeados por la sangre de millones de campesinos, es una mancha para nuestra civilización”. En definitiva, y siempre según este autor, las responsabilidades alcanzaron dimensiones insospechadas.
De esta manera, sólo puede alcanzarse una conclusión: la aplicación del experimento comunista ha supuesto a la humanidad uno de los mayores sufrimientos colectivos que ha padecido. Desde Etiopía a China, desde Europa Oriental a la Siberia Soviética, desde Cuba a Angola. Millones de hombres, mujeres, niños y ancianos, por hambre o frío, por bala o soga, han pagado con sus vidas el sueño despiadado e irracional de unos ideólogos y activistas que pretendieron, de forma planificada y consciente, implantar un modelo social que exigía la eliminación de clases sociales y grupos étnicos y religiosos completos.
¿No es relevante reflexionar en torno al estalinismo?
Pero, pese a ese despliegue de datos, reflexiones y documentos contrastados y autorizados, recogidos en esos y otros muchos textos, no parece que se haya producido un cambio espectacular, en los medios de comunicación, de la percepción común de la realidad del comunismo y del marxismo. Tampoco los partidos, que así se proclaman, han realizado autocríticas de ningún tipo. Pareciera que todo lo descubierto y difundido no les afectara en modo alguno.
Pese a ello, y de manera absolutamente indudable, queda claro que el comunismo en general, y el estalinismo en particular, incurrieron en una larga serie de crímenes colectivos en nombre de su ideología y en aras del paraíso comunista, sin comparación posible a otros semejantes, salvo los cometidos por el nacionalsocialismo: la verdad histórica, pese a algunos, está fijada.
Ya en los años 30, algunos autores exiliados, muchos de ellos rusos, publicaron atroces relatos, generalmente parciales y escasamente documentados (lo que no podía ser de otra manera), en los que se denunciaban matanzas perpetradas, supuestamente, por los revolucionarios comunistas. Se les dio poco crédito: aportaban mínima documentación, eran parte interesada y algunos de ellos se amparaban bajo la protección de ambientes de la -por entonces- potente extrema derecha o de los servicios secretos. Transcurridas varias décadas desde entonces, no pocos historiadores vienen confirmando, con documentos procedentes de los archivos soviéticos, que tales informaciones eran fragmentarias, pero veraces y, en muchas ocasiones, precisas.
Pero, además de un problema de reconocimiento y aceptación de la verdad histórica, existen otras cuestiones pendientes. Así, el autor del tercero de los libros mencionados, realiza algunas reflexiones especialmente pertinentes. En Rusia, afirma, no se ha reparado la memoria de las víctimas del estalinismo. Tampoco se han dado facilidades para investigar, con toda su profundidad, los hechos reales. Persisten, incluso, numerosos nostálgicos del estalinismo que niegan o justifican la oportunidad de ese dramático “experimento” social y político como el necesario precio de la industrialización. Incluso el sucesor de esos servicios secretos, autores de la mayor parte de esas masacres, el actual Presidente de Rusia Vladimir Putin, lanzó una serie de sellos de correos conmemorativos de las “hazañas en el contraespionaje” de sus predecesores en los mismos. El estalinismo, al menos en Rusia, por lo tanto, es una cuestión pendiente de respuestas mínimamente satisfactorias.
La periodista rusa Anna Politkovskaya, en su libro “Terror en Chechenia” (Ediciones del bronce, Barcelona, 2003), es concluyente en sus acusaciones. Asegura que son muchas las reminiscencias totalitarias del estalinismo, fruto de décadas de comunismo, que determinan buena parte de las prácticas del nuevo régimen político ruso. Ello se reflejaría, dramáticamente, en muchas de las expresiones del largo conflicto de Chechenia en el que se manifiesta una falta absoluta de transparencia informativa, se constata la violación de los derechos humanos, y se mantiene artificialmente una guerra como medio para la promoción profesional y el beneficio de los negocios de altos mandos militares y sus conexiones civiles.
En España no hay, parece ser, nostálgicos del estalinismo. Es más, cualquier socialista o comunista sensato se desvincula del mismo, así como de, prácticamente, todas las demás experiencias del denominado “socialismo real”. Consideran tales que, con la crisis levantada por las revelaciones de Kruschev ante el XX Congreso del PCUS (17 a 24 de febrero de 1956), ya se ha realizado toda la autocrítica necesaria. Pero semejante respuesta no parece suficiente: el comunismo no acaba, pero tampoco empieza, con Stalin. Tan breve explicación pretende, más bien, cerrar un necesario debate: informar a la sociedad española, sacando a relucir complicidades y responsabilidades políticas de comunistas y demás marxistas españoles en todo lo ocurrido. Y casi lo logran. De esta forma, para muchos de nuestros contemporáneos el comunismo forma parte del pasado. Es más, tienen claro que Hitler ha pasado a la historia de la ignominia. Pero, frente a Stalin, consideran que se trata de un caso muy distinto: ideas vagas, generalidades infantiles, imprecisiones históricas… Y a la consolidación de esa ambigüedad han contribuido sustancialmente, con sus silencios y justificaciones ideológicas, muchos de nuestros “progres”: periodistas, historiadores, docentes y políticos.
No podemos pasar por alto todo lo ocurrido allí, en Rusia y en otros numerosos países; lo que –también- tuvo dramática expresión en la España de los años treinta del pasado siglo. Es más, podría decirse que todo ello nos alcanza hasta hoy mismo: no en vano, algunas organizaciones terroristas, caso de ETA, se siguen proclamando marxistas.
Aún viven responsables materiales directos de los crímenes del comunismo en medio mundo. Igualmente, existen unos responsables políticos de semejantes crímenes contra la humanidad. Todavía persiste una responsabilidad intelectual y moral por tales hechos. Y una evidente relación de causalidad entre marxismo y crímenes del estalinismo, y del comunismo, que no pueden obviarse.
Para algunos políticos, historiadores y periodistas, autocalificados como progresistas, todo aquello de lo que venimos hablando es cosa del pasado, está poco claro y ha sido manipulado. A lo sumo, no tendría relevancia en la actualidad. Por ello, ante semejantes evasivas, existe un trabajo pendiente. Corresponde realizar un gran esfuerzo para desmontar esas falacias que pretenden escamotear la verdad. Algunos autores en España, al igual que otros muchos en todo el mundo, vienen realizando un gran esfuerzo intelectual para desmontar esos falsos tópicos, silencios y complicidades. La difusión de sus obras puede ser una manera de responder a este reto cultural y moral, prestando un necesario servicio a la verdad y a la justicia; concretas exigencias, ambas, y muy concretas, pese a algunos y a lo determinado como “políticamente correcto”.
Arbil, anotaciones de pensamiento y crítica, Nº 77, enero de 2004
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