Alemania 1918-1947: entre dos totalitarismos. Comentarios a tres recientes libros sobre la historia alemana del siglo XX.
Entre la intentona revolucionaria de los comunistas alemanes, en 1918-1919, y la “solución final” perpetrada por el nazismo contra los judíos europeos, existe un hilo conductor: la inhumana pretensión de poder absoluto de toda ideología totalitaria.
El año 2005 ha sido prolífico en la edición de numerosos textos de investigación histórica de todo tipo, especialmente marcado por los aniversarios del cese de la Segunda Guerra mundial y del fallecimiento de Francisco Franco. En este contexto, un buen número de ellos profundizaban, con mayor o menor calado, en diversas cuestiones de la rica historia alemana; fundamental para entender el sentido del siglo XX. No podría entenderse, ni siquiera imaginarse, el siglo XX sin el papel del actor alemán.
También en España han sido muy numerosos los lanzamientos editoriales en torno a la Segunda Guerra mundial y al papel jugado por Alemania en aquellos cruciales y dramáticos años: fascículos, coleccionables audiovisuales, libros especializados, algunas películas de gran éxito…
Nosotros, últimamente, hemos accedido a tres libros que analizan aspectos bastante paticulares de esta extensa historia. Tales han sido: La revolución alemana de 1918-1919, de Sebastian Haffner (Inédita Editores, Barcelona, 2005); La conciencia nazi, de Claudia Koonz (Ediciones Paidós, Barcelona, 2005); y Los últimos nazis. El movimiento de resistencia alemán, 1944-1947, de Perry Biddicombe (Inédita Ediciones, Barcelona, 2005).
Sebastian Haffner nos ofrece, en el primer libro, una panorámica novedosa de los sucesos acaecidos al término de la Primera Guerra mundial en Alemania y que provocaron la caída del Imperio y el advenimiento, en un contexto de tremenda crisis social, política y cultural, de la República de Weimar. A su juicio, la revolución que iniciara el motín marinero en la ciudad portuaria de Kiel, y que se extendió como un reguero de pólvora por toda Alemania, tenía un carácter pacifista, democratizador y antimilitarista. Pero, en todo caso, lejos de las pretensiones de los pocos cientos de militantes espartaquistas y de otras facciones comunistas que fueron incapaces de capitalizar tal movimiento de protesta en el sentido de la revolución rusa de octubre. Concurrieron otros factores que no lo facilitaron: la voluntad del sector mayoritario de la socialdemocracia alemana, el SPD, en impedir por todos los medios tal posibilidad revolucionaria; la rápida reconstrucción de estructuras militantes de la derecha radical anticomunista alemana en los paramilitares freikorps; y la alianza de ambos ante los intentos comunistas, ya en Berlín, ya en Baviera posteriormente. Así, un personaje que es desmitificado, entre otros, es el de Rosa Luxemburgo; una teórica comunista radical cuyos planteamientos bolcheviques apenas eran entendidos por los militantes decididos de su organización, y mucho menos seguidos por sus apeladas masas. En todo caso, encontrar en sus textos atisbos de un “comunismo humanista” no deja de constituir toda una voluntarista pirueta intelectual que nada decisivo aporta.
El libro de Claudia Koonz, subtitulado La formación del fundamentalismo étnico del Tercer Reich, profundiza en otro aspecto muy distinto al anterior. La autora intenta explicar una pregunta que ronda a los intelectuales desde el término de la Segunda Guerra mundial: ¿cómo es posible que la nación alemana, tenida como la más culta del mundo, fuera capaz de perpetrar un genocidio como el practicado contra los judíos europeos? Claudia Koonz parte de una premisa: el antisemitismo, en Alemania, salvo en unas pequeñas pero activas minorías, estaba menos arraigado que en otras naciones de su entorno, ya fueran Francia, Rumanía… Entonces, ¿cómo pudo desencadenarse semejante infierno? Para consolidar una conciencia colectiva etnicista y antisemita, los nazis se sirvieron de todos los medios a su alcance: la investigación científica y médica, los estudios raciales e historiográficos, la educación masiva de la juventud alemana, la propaganda (revistas populares, noticiarios cinematográficos, libros y folletos de todo tipo y calidad…). Toda una batería de instrumentos al servicio de un cambio moral profundo de la sociedad alemana. Su objetivo era evidente: la eliminación operativa de la moral judeo-cristiana, sustituyéndola por la fidelidad y subordinación del individuo a la comunidad y solidaridad étnicas.
El propio Hitler jugó bien sus bazas. Su discurso abierta, y radicalmente antisemita de sus inicios políticos, se moduló notablemente durante los quinquenios siguientes, pasando a un segundo plano; lo que desconcertó en muchas ocasiones a las más impacientes de las facciones radicales nazis. No obstante, se trataba únicamente de una estrategia: en lugar de propugnar un antisemitismo “caliente” y violento, se impulsó el cambio en las conciencias, acompañado de un racismo “frío”, legal y de hecho. Para entonces, la sociedad alemana estaba en buena medida anestesiada; su sociedad civil, neutralizada y confundida, de modo que salvo pequeños sectores, como los de los educadores católicos, apenas opusieron resistencia al nuevo estado de cosas, aceptando como inevitable y mal menor la nueva conciencia moral que invocaba por igual a valores como la solidaridad nacional, el honor, la sangre, la tierra… y la eugenesia, el exclusivismo étnico y la necesidad de expansión vital por el este de Europa.
Su capítulo tercero, Aliados en la Academia, se presenta particularmente interesante, al analizar la adhesión al nacionalsocialismo, desde el prestigio de sus respectivas disciplinas, del filósofo Martin Heidegger, el politólogo Carl Schmitt, y el teólogo protestante Gerhard Kittel, quienes, ante la aparente indefinición conceptual profunda de la doctrina nazi, trataron de elaborarle, sin éxito, un armazón teórico ideológico marcado por su particular sello intelectual. Una prueba más del sorprendente atractivo del nacionalsocialismo; incluso entre algunos de los cerebros mejor dotados del siglo XX.
Perry Biddiscombre, por su parte y en el tercero de los libros citados, profundiza en un aspecto muy poco conocido del final de la Segunda Guerra mundial: el movimiento werewolf, es decir, el intento de creación de una guerrilla nazi en los territorios alemanes ocupados por los aliados y que inmoló a unos cientos de muchachos en acciones generalmente mal planificadas, que toparon con una represión enemiga despiadada. Pero, ¿cómo explicar que, hundiéndose el régimen nazi, unos miles de jóvenes se movilizaran, contra toda esperanza, jugádose la vida en dirección hacia una muerte casi segura, en aras de unos ideales que parecían abocados a su absoluta desaparición? El propio autor proporciona, aunque sin insistir especialmente en ello, la respuesta: el carácter totalitario de su ideología.
Es, por tanto, la presencia de unas ideologías totalitarias, la que arrastró a una de las naciones más cultas del mundo a su colectivo “descenso a los infiernos”. Primero fue la tentación totalitaria comunista; aunque conjurada por una atípica conjunción de socialdemócratas moderados y militaristas de la derecha pangermánica. Posteriormente, el nacionalsocialismo fue capaz de atraerse a amplios sectores de la sociedad civil alemana mediante un programa que moderó progresivamente, pero que no renunció a sus objetivos reales y que le llevó, una vez transmutada su estructura mental individual y comunitaria, a la confrontación más dañina que ha conocido la humanidad en toda su historia.
Pero, ¿qué entendemos por totalitarismo?
Se caracterizaría, genéricamente, por divinizar al Estado absoluto, de modo que éste exige la total subordinación de los grupos sociales y de la misma conciencia de todos los individuos, a sus dictados políticos y culturales, sirviéndose para ello del empleo sistemático de la violencia. Conforme esta concepción, el Estado se atribuye un poder ilimitado, prescindiendo de los derechos fundamentales del hombre, negando la división de poderes, primando la voluntad y el poder por encima de la razón y la libertad; y todo ello desde el rechazo de la moral precedente (de modo particular la denominada judeocristiana). Así, su método pasa por la dominación total de las personas, de modo que, tal y como describe Arendt en la página 554 de su fundamental libro Los orígenes del totalitarismo (Taurus, Madrid, 1974), “El totalitarismo busca no la dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean superfluos. El poder total sólo puede ser logrado y salvaguardado en un mundo de reflejos condicionados, de marionetas sin el más ligero rasgo de espontaneidad. Precisamente porque los recursos del hombre son tan grandes puede ser completamente dominado sólo cuando se convierte en un espécimen de la especie animal hombre”.
Conviene, pensamos, extraer algunas conclusiones y enseñanzas para el futuro.
La primera es que toda ideología totalitaria es un grave riesgo para cualquier colectividad: su percepción falseada y reinterpretativa de la realidad entraña enormes riesgos para la salud moral de sus seguidores y para la vida de sus oponentes.
En segundo lugar, deducimos de diversas experiencias históricas anteriores que pudieron responder con éxito a los totalitarismos, que el mejor antídoto es la existencia de una sociedad civil viva, creativa, consciente de su potencial, orgullosa de su tradición y realista en el análisis de la realidad.
Debemos insistir, en tercer lugar, en las posibilidades reales de cambio antropológico de la propaganda masiva de una ideología totalitaria; aunque revista apariencias moderadas, aceptables y pseudodemocráticas.
Ésta última conclusión bien podría aplicarse a la España de hoy día. Nuestra sociedad, atomizada por un individualismo impulsado desde las factorías mediáticas e intelectuales de los emergentes poderes reales, se encuentra anestesiada y neutralizada ante modelos sociales que, aparentemente libertarios, arrastran a las mujeres y hombres de hoy hacia un pensamiento único cuya consecuencia es la pérdida de raíces, la ausencia del sentido de pertenencia y de la propia libertad individual y social. En este contexto, hechos muy concretos, caso del programa secesionista de determinadas regiones puesto en marcha, la progresiva eliminación de la libertad de educación, la trivialización de la vida humana en sus inicio y término, y la desarticulación de la vida familiar, responden a impulsos de matriz totalitaria. En esta situación, únicamente desde la fidelidad a la propia tradición es posible afrontar los retos de la vida cotidiana, de la posmodernidad, de la globalización, y de la política real.
Tres libros sobre la historia de Alemania en el siglo XX.
El año 2005 ha sido prolífico en la edición de numerosos textos de investigación histórica de todo tipo, especialmente marcado por los aniversarios del cese de la Segunda Guerra mundial y del fallecimiento de Francisco Franco. En este contexto, un buen número de ellos profundizaban, con mayor o menor calado, en diversas cuestiones de la rica historia alemana; fundamental para entender el sentido del siglo XX. No podría entenderse, ni siquiera imaginarse, el siglo XX sin el papel del actor alemán.
También en España han sido muy numerosos los lanzamientos editoriales en torno a la Segunda Guerra mundial y al papel jugado por Alemania en aquellos cruciales y dramáticos años: fascículos, coleccionables audiovisuales, libros especializados, algunas películas de gran éxito…
Nosotros, últimamente, hemos accedido a tres libros que analizan aspectos bastante paticulares de esta extensa historia. Tales han sido: La revolución alemana de 1918-1919, de Sebastian Haffner (Inédita Editores, Barcelona, 2005); La conciencia nazi, de Claudia Koonz (Ediciones Paidós, Barcelona, 2005); y Los últimos nazis. El movimiento de resistencia alemán, 1944-1947, de Perry Biddicombe (Inédita Ediciones, Barcelona, 2005).
Sebastian Haffner nos ofrece, en el primer libro, una panorámica novedosa de los sucesos acaecidos al término de la Primera Guerra mundial en Alemania y que provocaron la caída del Imperio y el advenimiento, en un contexto de tremenda crisis social, política y cultural, de la República de Weimar. A su juicio, la revolución que iniciara el motín marinero en la ciudad portuaria de Kiel, y que se extendió como un reguero de pólvora por toda Alemania, tenía un carácter pacifista, democratizador y antimilitarista. Pero, en todo caso, lejos de las pretensiones de los pocos cientos de militantes espartaquistas y de otras facciones comunistas que fueron incapaces de capitalizar tal movimiento de protesta en el sentido de la revolución rusa de octubre. Concurrieron otros factores que no lo facilitaron: la voluntad del sector mayoritario de la socialdemocracia alemana, el SPD, en impedir por todos los medios tal posibilidad revolucionaria; la rápida reconstrucción de estructuras militantes de la derecha radical anticomunista alemana en los paramilitares freikorps; y la alianza de ambos ante los intentos comunistas, ya en Berlín, ya en Baviera posteriormente. Así, un personaje que es desmitificado, entre otros, es el de Rosa Luxemburgo; una teórica comunista radical cuyos planteamientos bolcheviques apenas eran entendidos por los militantes decididos de su organización, y mucho menos seguidos por sus apeladas masas. En todo caso, encontrar en sus textos atisbos de un “comunismo humanista” no deja de constituir toda una voluntarista pirueta intelectual que nada decisivo aporta.
El libro de Claudia Koonz, subtitulado La formación del fundamentalismo étnico del Tercer Reich, profundiza en otro aspecto muy distinto al anterior. La autora intenta explicar una pregunta que ronda a los intelectuales desde el término de la Segunda Guerra mundial: ¿cómo es posible que la nación alemana, tenida como la más culta del mundo, fuera capaz de perpetrar un genocidio como el practicado contra los judíos europeos? Claudia Koonz parte de una premisa: el antisemitismo, en Alemania, salvo en unas pequeñas pero activas minorías, estaba menos arraigado que en otras naciones de su entorno, ya fueran Francia, Rumanía… Entonces, ¿cómo pudo desencadenarse semejante infierno? Para consolidar una conciencia colectiva etnicista y antisemita, los nazis se sirvieron de todos los medios a su alcance: la investigación científica y médica, los estudios raciales e historiográficos, la educación masiva de la juventud alemana, la propaganda (revistas populares, noticiarios cinematográficos, libros y folletos de todo tipo y calidad…). Toda una batería de instrumentos al servicio de un cambio moral profundo de la sociedad alemana. Su objetivo era evidente: la eliminación operativa de la moral judeo-cristiana, sustituyéndola por la fidelidad y subordinación del individuo a la comunidad y solidaridad étnicas.
El propio Hitler jugó bien sus bazas. Su discurso abierta, y radicalmente antisemita de sus inicios políticos, se moduló notablemente durante los quinquenios siguientes, pasando a un segundo plano; lo que desconcertó en muchas ocasiones a las más impacientes de las facciones radicales nazis. No obstante, se trataba únicamente de una estrategia: en lugar de propugnar un antisemitismo “caliente” y violento, se impulsó el cambio en las conciencias, acompañado de un racismo “frío”, legal y de hecho. Para entonces, la sociedad alemana estaba en buena medida anestesiada; su sociedad civil, neutralizada y confundida, de modo que salvo pequeños sectores, como los de los educadores católicos, apenas opusieron resistencia al nuevo estado de cosas, aceptando como inevitable y mal menor la nueva conciencia moral que invocaba por igual a valores como la solidaridad nacional, el honor, la sangre, la tierra… y la eugenesia, el exclusivismo étnico y la necesidad de expansión vital por el este de Europa.
Su capítulo tercero, Aliados en la Academia, se presenta particularmente interesante, al analizar la adhesión al nacionalsocialismo, desde el prestigio de sus respectivas disciplinas, del filósofo Martin Heidegger, el politólogo Carl Schmitt, y el teólogo protestante Gerhard Kittel, quienes, ante la aparente indefinición conceptual profunda de la doctrina nazi, trataron de elaborarle, sin éxito, un armazón teórico ideológico marcado por su particular sello intelectual. Una prueba más del sorprendente atractivo del nacionalsocialismo; incluso entre algunos de los cerebros mejor dotados del siglo XX.
Perry Biddiscombre, por su parte y en el tercero de los libros citados, profundiza en un aspecto muy poco conocido del final de la Segunda Guerra mundial: el movimiento werewolf, es decir, el intento de creación de una guerrilla nazi en los territorios alemanes ocupados por los aliados y que inmoló a unos cientos de muchachos en acciones generalmente mal planificadas, que toparon con una represión enemiga despiadada. Pero, ¿cómo explicar que, hundiéndose el régimen nazi, unos miles de jóvenes se movilizaran, contra toda esperanza, jugádose la vida en dirección hacia una muerte casi segura, en aras de unos ideales que parecían abocados a su absoluta desaparición? El propio autor proporciona, aunque sin insistir especialmente en ello, la respuesta: el carácter totalitario de su ideología.
El hilo conductor del totalitarismo.
Es, por tanto, la presencia de unas ideologías totalitarias, la que arrastró a una de las naciones más cultas del mundo a su colectivo “descenso a los infiernos”. Primero fue la tentación totalitaria comunista; aunque conjurada por una atípica conjunción de socialdemócratas moderados y militaristas de la derecha pangermánica. Posteriormente, el nacionalsocialismo fue capaz de atraerse a amplios sectores de la sociedad civil alemana mediante un programa que moderó progresivamente, pero que no renunció a sus objetivos reales y que le llevó, una vez transmutada su estructura mental individual y comunitaria, a la confrontación más dañina que ha conocido la humanidad en toda su historia.
Pero, ¿qué entendemos por totalitarismo?
Se caracterizaría, genéricamente, por divinizar al Estado absoluto, de modo que éste exige la total subordinación de los grupos sociales y de la misma conciencia de todos los individuos, a sus dictados políticos y culturales, sirviéndose para ello del empleo sistemático de la violencia. Conforme esta concepción, el Estado se atribuye un poder ilimitado, prescindiendo de los derechos fundamentales del hombre, negando la división de poderes, primando la voluntad y el poder por encima de la razón y la libertad; y todo ello desde el rechazo de la moral precedente (de modo particular la denominada judeocristiana). Así, su método pasa por la dominación total de las personas, de modo que, tal y como describe Arendt en la página 554 de su fundamental libro Los orígenes del totalitarismo (Taurus, Madrid, 1974), “El totalitarismo busca no la dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean superfluos. El poder total sólo puede ser logrado y salvaguardado en un mundo de reflejos condicionados, de marionetas sin el más ligero rasgo de espontaneidad. Precisamente porque los recursos del hombre son tan grandes puede ser completamente dominado sólo cuando se convierte en un espécimen de la especie animal hombre”.
Conviene, pensamos, extraer algunas conclusiones y enseñanzas para el futuro.La primera es que toda ideología totalitaria es un grave riesgo para cualquier colectividad: su percepción falseada y reinterpretativa de la realidad entraña enormes riesgos para la salud moral de sus seguidores y para la vida de sus oponentes.
En segundo lugar, deducimos de diversas experiencias históricas anteriores que pudieron responder con éxito a los totalitarismos, que el mejor antídoto es la existencia de una sociedad civil viva, creativa, consciente de su potencial, orgullosa de su tradición y realista en el análisis de la realidad.
Debemos insistir, en tercer lugar, en las posibilidades reales de cambio antropológico de la propaganda masiva de una ideología totalitaria; aunque revista apariencias moderadas, aceptables y pseudodemocráticas.
Ésta última conclusión bien podría aplicarse a la España de hoy día. Nuestra sociedad, atomizada por un individualismo impulsado desde las factorías mediáticas e intelectuales de los emergentes poderes reales, se encuentra anestesiada y neutralizada ante modelos sociales que, aparentemente libertarios, arrastran a las mujeres y hombres de hoy hacia un pensamiento único cuya consecuencia es la pérdida de raíces, la ausencia del sentido de pertenencia y de la propia libertad individual y social. En este contexto, hechos muy concretos, caso del programa secesionista de determinadas regiones puesto en marcha, la progresiva eliminación de la libertad de educación, la trivialización de la vida humana en sus inicio y término, y la desarticulación de la vida familiar, responden a impulsos de matriz totalitaria. En esta situación, únicamente desde la fidelidad a la propia tradición es posible afrontar los retos de la vida cotidiana, de la posmodernidad, de la globalización, y de la política real.
Arbil, anotaciones de pensamiento y crítica, Nº 101, enero de 2006
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