La destrucción de lo humano en nombre de la utopía totalitaria
Conferencia pronunciada en Pamplona: La ruta del odio. 24 de mayo de 2011
1.- Introducción
El terrorismo, como «práctica» o «régimen de terror» al servicio de una ideología en su proyección política, se perfila conceptualmente en la fase más radical de la Revolución Francesa. En aras de unos altos ideales –libertad, igualdad, fraternidad– se emprendió desde el poder estatal, una campaña sistemática de exterminio de grupos humanos enteros, acusados del gravísimo cargo de “enemigos de la revolución”, por su procedencia social, credo religioso o convicciones políticas; culminando en el genocidio de La Vendee. Fue Robespierre quien afirmó el 5 de febrero de 1794 que: «El terror no es otra cosa que la justicia rápida, severa, inflexible; es, por tanto, una emanación de la virtud». Una cruel paradoja de la que los terroristas de toda época no se han podido sustraer: en nombre de una humanidad a la que se pretende redimir a la fuerza, se extermina al ser humano concreto.
Con semejante precedente, terror y terrorismo se ganarían un contundente sentido peyorativo: modelo de prácticas despóticas, arbitrarias, contrarias a los más elementales derechos humanos e inaceptables en un régimen de libertades públicas. A ello contribuyó especialmente el gran pensador irlandés Edmund Burke (1729–1797), autor entre otros muchos libros de Reflexiones sobre la Revolución en Francia, en el que calificaba como terroristas a quienes persiguen a la población para retener el poder.
No obstante, este terrorismo inicial, que nace en su modalidad de «terrorismo de Estado», evolucionaría rápidamente, de modo que es lugar común circunscribirlo al practicado por grupos clandestinos no estatales.
Será en el siglo XIX cuando el terrorismo se configura y desarrolla las características «modernas» con que hoy lo conocemos, especialmente desde el pensamiento anarquista y nihilista, adquiriendo, otra vez, unas connotaciones positivas.
Tal es el papel precursor del concepto «propaganda por los hechos», elaborado por Carlo Pisacane. Surgirán así los primeros grupos clandestinos que desarrollaron unos modelos organizativos y tácticos de los que se servirán las sucesivas generaciones de terroristas. En esa línea, corresponde a Sergei Nechaev (1847 – 1882), autor de Catecismo revolucionario, el dudoso mérito de sistematizar todo ello en negro sobre blanco. De hecho, influyó notablemente, junto a otros escritos de autores anarquistas como Bakunin, en diversas organizaciones, impulsando particularmente la eclosión del terrorismo «populista» ruso.
Prototipo de organización nihilista será Norodnaya Volya (Voluntad Popular), que nacerá en 1878 en círculos burgueses y universitarios de las grandes ciudades rusas, persistiendo hasta 1881, año en que cayó la mayor parte de dirigentes, siendo ahorcados, a causa de la delación del activista Degayev; uno de los primeros agentes dobles. Aquí encontramos otro fenómeno paralelo: el del contraterrorismo estatal; del que se han derivado no pocos excesos que también hay que denunciar.
Otros manantiales nutrieron la praxis y teoría terroristas, como diversos movimientos nacionalistas nacidos en el contexto de descomposición de los imperios otomano y austrohúngaro: en Macedonia, Serbia...
Si repasamos la historia del siglo XX, observamos, salvo que algún prejuicio ideológico nos ciegue que, hasta la irrupción del yihadismo, la inmensa mayoría de organizaciones terroristas que han existido compartían una misma ideología: el marxismo, concretamente su formulación leninista. Desde la civilizada Europa, hasta Extremo Oriente, pasando por un Tercer Mundo en descolonización y una América Hispana en crisis permanente; el marxismo-leninismo ha alimentado y nutrido a una inmensa mayoría de terroristas; particularmente a los más cualificados y peligrosos. Será con el marxismo-leninismo, en sus diversas formulaciones, cuando el terrorismo alcanzará la categoría de “Ciencia”: arma de destrucción selectiva, al servicio de unos objetivos políticos utópicos.
Mijail N. Tukhatchevsky, quien formara parte del Estado Mayor del Ejército Rojo y dirigiera la Academia de la Guerra de la Unión Soviética en los años veinte, lo explicitó así: «Las insurrecciones victoriosas son aquellas en las que, además de otros factores necesarios para el éxito, existe una dirección firme y experimentada, aquellas en las que el proletariado insurgente ha decapitado la contrarrevolución en el momento oportuno. Esto se puede efectuar de diversas maneras, con una cuidadosa preparación; entre otras cosas, con actos terroristas».
Un grupo numeroso de analistas hoy día han señalado a la teoría de la «guerra popular, prolongada y de desgaste» como la elaboración estratégica más decisiva en la configuración de los grupos terroristas y guerrillas marxistas revolucionarias del siglo XX. Mao Zedong, con su estudio Sobre la guerra prolongada (mayo de 1938), es el responsable de esa teoría. Tales grupos compartirían, en general, la doctrina del llamado «nacionalismo revolucionario», entendida como la aplicación del marxismo-leninismo en un determinado marco nacional, y la «guerra popular y prolongada» como modalidad gradual de lucha armada (terrorismo urbano y/o rural, según los casos, guerrilla, insurrecciones, huelgas generales…) que podría combinarse, e incluso subordinarse, a la lucha política legal y parlamentaria.
Todas esas organizaciones pretendían, en unos casos, derrotar a las potencias coloniales (los llamados «movimientos de liberación nacional»), o acelerar las condiciones que favorecieran un cambio revolucionario en un país concreto (los grupos terroristas europeos, principalmente). Pero, en principio, tanto las potencias coloniales como los «Estados burgueses» contarían con unos recursos humanos y materiales casi inagotables; mientras que las organizaciones revolucionarias partirían, generalmente, desde la indigencia más absoluta. ¿Cómo desarrollar, entonces, una estrategia orientada a la victoria? Desde tales premisas, la «guerra popular» propone implicar a toda la población en esa lucha, quiera o no (¿no les recuerda ello a la llamada «socialización del sufrimiento» desatada por ETA en el País Vasco?), y su «prolongación» sería la táctica apropiada para agotar al enemigo; rompiendo los esquemas de «tiempo, espacio y posiciones fijas», característicos de los enfrentamientos bélicos clásicos.
Para el marxismo-leninismo-maoísmo, «revolución», «política» y «guerra» son análogos en valor y equivalentes. «Teoría» y «práctica» caminarían juntas empuñando el fusil y el dogma, siendo sus frutos una nueva organización social y un «hombre nuevo»; todo ello revestido de los oropeles de una teorización pretendidamente racional y «científica».
Hoy día estamos particularmente preocupados por la difusión y capacidad de destrucción del yihadismo. Lo que muchos no saben es que algunos de sus protagonistas, antes de convertirse en fanáticos supuestamente religiosos, fueron marxistas convencidos. ¿Cómo es posible semejante evolución? Existe un hilo conductor evidente: el totalitarismo, que en breve analizaremos.
2.- Concepto
Antes de seguir, es preciso emitir su concepto. La LXXIX Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (Madrid, 22 de noviembre de 2002), en su texto Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias, propone la siguiente definición en su punto 5: «el propósito de matar y destruir indistintamente hombres y bienes, mediante el uso sistemático del terror con una intención ideológica totalitaria». Y por terror entiende la «violencia criminal indiscriminada que procura un efecto mucho mayor que el mal causado directamente, mediante una amenaza dirigida a toda la sociedad», lo que se persigue por medio de una «compleja estrategia puesta al servicio de un fin ideológico […] obteniendo una amplia repercusión política, potenciada por la publicidad que obtienen sus nefandas acciones»; todo lo que lleva a sus autores a entenderla como una actividad «rentable» políticamente.
3.- Por qué La Ruta del Odio. 100 respuestas claves sobre el terrorismo
Partamos de una realidad. Existe, en el mercado editorial español, un importante repertorio de textos –muchos de ellos notabilísimos- cuyo objetivo es abordar, desde una u otra perspectiva, este triste fenómeno. Tanto de la mano de autores españoles, algunos muy cualificados, como de expertos extranjeros, se dispone de una información cada vez más completa de sus diversos rostros.
Las que más éxito en ventas alcanzan son, generalmente, investigaciones periodísticas, de carácter descriptivo, con muchas anécdotas, de fácil y muy entretenida lectura. Y no es de extrañar. Muchas de las vicisitudes narradas en esos libros son más apasionantes que las novelas más trabajadas. De nuevo, la vida supera a la ficción. También en España contamos con una buena batería de periodistas especializados en esta disciplina, quienes vienen ofertando, al lector interesado en estos temas, una docena de títulos por año; particularmente en los últimos dos lustros.
Se han elaborado, por otra parte, otros productos especializados dirigidos a públicos más minoritarios. Así, encontramos tratados históricos, investigaciones sociológicas, estudios antropológicos, psicológicos y psiquiátricos, análisis geopolíticos y estratégicos, etc.
Y a todo ello se le suman –en los últimos años- no pocos volúmenes de memorias y experiencias personales de víctimas...
En este contexto, ¿por qué un nuevo título? Vaya por delante una primera aclaración: no es un libro dirigido al segundo de los públicos mencionados; aunque acaso pudiera serles de interés –a alguno de ellos– por nuestra insistencia en un aspecto que, en muchas ocasiones, se ignora, se supone o, simplemente, se desprecia: el factor ideológico. No en vano, en el terrorismo siempre está presente una ideología que lo alimenta y predetermina.
Cualquier ideología interpreta la realidad; y algunas más que otras, al violentarla con el precio de un enorme coste humano. Por el contrario, se viene aceptando, poco a poco, tortuosamente en todo caso, la existencia de unos derechos humanos inviolables cuyo reconocimiento y promoción deben regir cualquier política orientada al bien común, como instrumento básico al servicio de la convivencia humana y de sus personas. Pero no lo olvidemos: esos derechos humanos han nacido y se han desarrollado en el seno de la civilización cristiana, lo que ahora, un tanto peyorativamente, se denomina pensamiento judeo-cristiano. Sin embargo, esta concepción de la vida humana y de la organización en sociedad no es aceptada en todo el mundo por los seguidores de determinadas cosmovisiones. Es más, algunas ideologías, las totalitarias, particularmente, que todavía perviven –más o menos transformadas– desprecian, o no pueden concebir, siquiera, tales derechos humanos.
Por encima de los derechos individuales siempre estarán –aseguran los totalitarios– los de una sociedad política ideal, utópica difícilmente alcanzable. Habría que remover –insisten los marxistas-leninistas y demás terroristas– todos los obstáculos que impiden la implantación de su utopía, eliminando para ello a cualquier opositor real o imaginario: la «gran hambruna» en Ucrania (conocida como «Holodomor», que segó, en 1932-1933, siete millones de vidas) y Rusia, las «fosas de Katyn», los asesinatos masivos en Paracuellos del Jarama, el GULAG siberiano, el genocidio de Camboya, los reasentamientos humanos de Etiopía, las masacres que precedieron y acompañaron a la Revolución Cultural en China… pero también los innumerables actos terroristas perpetrados por todo el mundo de la mano de numerosas organizaciones terroristas –de ideología marxista revolucionaria– que optaron por la «lucha armada» como vía privilegiada para acelerar el tránsito a su «mundo perfecto» y que precedieron tales genocidios. Un «mundo ideal» que prescindía, en todo caso, de la dignidad del hombre. Y de la mismísima realidad. Existe, pues, una directa relación entre terrorismo y genocidio que no es exclusiva de esa “escuela”. Recordemos el Holocausto nazi, precedido por otras muchas expresiones de violencia política, entre ellas el terrorismo desatado por los nazis austriacos.
Entonces, ¿qué puede aportar un nuevo título, elaborado en esta ocasión por un escritor desconocido, de la segunda o tercera fila de escritores internautas?
Analizando esa marea, importante sin duda, de textos, pueden observarse algunas características comunes que tratamos de abordar. Debo precisar que, de este análisis excluyo todos los textos que son fruto de memorias o experiencias de víctimas, pues en ellos el “factor humano” es su centro y sentido inicial y último:
4.1.- Participan del discurso “políticamente correcto”; especialmente cuando afirman que el terrorismo está indisolublemente asociado a las religiones. E ignoran, generalmente, las auténticas matrices ideológicas que lo nutren.
Aquí, parto de otra premisa: la religión es la antítesis del terrorismo. Las exigencias de verdad, belleza y sentido que caracterizan al corazón del hombre, en toda sociedad y época, encuentran su más precisa correspondencia en la propuesta religiosa. El terrorismo violenta en grado extremo ese corazón, negando desde una ideología totalitaria, con su desprecio absoluto hacia lo genuinamente humano, esas exigencias. Así, el terrorista se transforma en una especie de zombi, cuya afectividad y todos sus procesos humanos son distorsionados por el virus de la utopía; lo que deriva en la destrucción del “otro”, ya sea entendido como enemigo de clase, de la construcción nacional, de la raza elegida… ciertamente, en ese recorrido deberá experimentar varias etapas y desarrollar varios mecanismos psicológicos: la transferencia de la responsabilidad de sus crímenes al líder o al objetivo final de su utopía; las deshumanización o extrema cosificación de las víctimas; y la transferencia de culpabilidad a la propia víctima. En todo ese proceso juega un papel decisivo, como todos hemos conocido, y en el que no pocas veces hemos caído, la manipulación del lenguaje. De este modo, la víctima es doblemente agredida. No. Lamentablemente, aunque ello pudiera tranquilizar a espíritus superficiales, el terrorista no es un loco ni un psicópata.
Ello engancha con la naturaleza ideológica del terrorismo y con su expresión más dañina: la de los totalitarismos.
El totalitarismo se caracteriza por divinizar al Estado, concibiéndolo como un ente absoluto, de modo que éste exige la total subordinación de los grupos sociales –y de la misma conciencia de todos y cada uno de los individuos– a sus dictados políticos y culturales, sirviéndose para ello de un empleo sistemático de la violencia. Un Estado totalitario se atribuye un poder ilimitado, prescindiendo de los derechos fundamentales del hombre, sin reconocer la división de poderes. Ignora a la persona, a la par que ensalza la voluntad y el poder por encima de la razón y la libertad. A todo ello le suma un empleo demagógico de la propaganda, la movilización de las masas encuadradas por un rígido partido único, y el rechazo de toda moral precedente. ¿No les suena a una realidad muy actual?
En la página 564 de su libro Los orígenes del totalitarismo (Taurus, Madrid, 1974) Hannah Arendt afirma que «Si la legalidad es la esencia del gobierno no tiránico y la ilegalidad es la esencia de la tiranía, entonces el terror es la esencia de la dominación totalitaria». Un terror absoluto que, de medio instrumental, deviene en fin por encima de leyes y principios de cualquier tipo, hasta el punto de que, según señala unas líneas más adelante, «“culpable” es quien se alza en el camino del proceso natural o histórico que ha formulado ya un juicio sobre las “razas inferiores”, sobre los “individuos incapaces de vivir”, sobre las “clases moribundas y los pueblos decadentes”». Existe, pues, una íntima conexión entre terror, totalitarismo y, en consecuencia, terrorismo.
Entonces, ¿por qué ese empeño en asociar terrorismo y religión? El motivo no es otro que el integrar otro más de los dogmas de lo “políticamente correcto”, elaborado desde las factorías intelectuales eclosionadas en mayo del 68 y que nos arrastra al tan actual, y en algunos aspectos ya desbordado por la realidad, “1984” de Orwell.
Pero lo que puede sorprender a muchos es que, en esta crítica a la religión, confluyen dos concepciones ideológicas aparentemente contradictorias. Por un lado, desde el pensamiento progresista e hipercrítico hoy dominante se pretende eliminar la religión, especialmente la católica, al concebirse como obstáculo del supuesto desarrollo infinito de la ciencia y de la supuesta capacidad del ser humano en su permanente reelaboración y redefinición.
Y por otro, desde presupuestos antagónicos, por ejemplo los de de la “Nueva Derecha” pagana, se asegura que el cristianismo, al ser un igualitarismo fruto del monoteísmo según afirman, no respetaría otras identidades que no fueran la propia: así la violencia en todas sus formas anidaría en el cristianismo; también la terrorista. Una coincidencia, ciertamente sorprendente. En última instancia se pretende sacrificar a la religión en aras de un proyecto ideológico utópico e inalcanzable: ya sea un optimismo cientificista, ya el retorno a una comunidad pre-cristiana.
4.2.- Se hace abstracción del protagonista absoluto de esta lacra, bien como víctima, bien como agresor: la persona y sus exigencias de verdad, belleza y sentido.
¿Quién habla de estas cuestiones en el mundo de hoy? Si alguien ha destacado por su capacidad de diálogo con otras identidades culturales -y con los hombres concretos de nuestro tiempo y sus exigencias elementales- han sido Juan Pablo II y Benedicto XVI. Únicamente desde la conciencia de una identidad cultural y el amor al destino de los demás puede dialogarse, si lo que se pretende es construir y no meramente parlotear. Hoy día se habla mucho y se escucha muy poco; pues la mayoría de interlocutores creen saber todas las respuestas. El relativismo es enemigo del diálogo. Y vivimos en una sociedad relativista. Ya hemos visto como un relativismo extremo, el del nihilismo ruso de finales del siglo XIX, configuró el terrorismo moderno. De ahí, otra importante conexión: la del terrorismo y los diversos relativismos. Relativismo es negar toda certeza. Pero relativismo es también justificar al terrorismo porque éste alegue una naturaleza política.
Aquí llega el momento de recordar una cuestión elemental, pero olvidada: la inmensa mayoría de víctimas del terrorismo, en España, han sido y son católicas. No me corresponde desmentir ni justificar el dañino ejercicio de “equidistancia moral” que han practicado algunos pastores y no pocos clérigos. Pero la realidad es incuestionable: la Iglesia católica ha sido y es refugio de las víctimas en todo el mundo. Hay que ser claros: ni ETA nació en un Seminario, ni la Revolución francesa fue una explosión de amor universal. Son tantos los tópicos circulantes, casi nunca cuestionados, que entorpecen cualquier debate serio que pretenda alcanzar las raíces de los problemas actuales.
En defensa de esa asociación, que entiendo es anticientífica, se ha alegado la existencia de determinados grupos. Naciones Arias, los Davidianos, Kach, esgrimían, entre otras muchas y de manera totalmente caprichosa, algunas ideas de origen religioso. Pero, ante todo, eran patologías sociales: grupos de marginados agrupados por personalidades carismáticas, pero manipuladoras sin escrúpulos y enfermas de su propio ego, en los que se mezclaban ingredientes muy variados. Ideas apocalípticas, liderazgos sectarios, prácticas sexuales atípicas, gusto desmedido por las armas… En realidad se presentaban como la exacerbación de tendencias muy “modernas”; pero totalmente contrarias a las prácticas religiosas tradicionales. Por ello, es totalmente científico asegurar que esas supuestas expresiones de terrorismo religioso se derivan del carisma de personalidades enfermizas situadas en la periferia de algunas confesiones religiosas que las han desautorizado como coartada pseudorreligiosa de sus desvaríos.
4.3.- Tienden a desvincular al terrorismo de la realidad social, individual y colectiva del mundo de hoy; cómo si fuera obra, exclusivamente, de seres tarados, psicópatas, peligrosos frikis de los extremismos de todos los signos. Así se evita tocar un tema tabú: las complicidades ideológicas, intelectuales y políticas con el terrorismo. Sea como justificación ideológica (son unos chicos un poco equivocados, pero son nuestros chicos); sea en permisividad por cobardía y cortoplacismo; ya por instrumentalización (unos mueven el árbol y otros recogen las nueces).
Como no podía ser de otra forma, son muchas las referencias en este libro a la experiencia española en este ámbito, y a las organizaciones terroristas que han marcado nuestra vida colectiva durante décadas. Y no podía eludirlo, no en vano estamos viviendo, otra vez, un complejo y para nada transparente mal denominado «proceso de paz», de consecuencias imprevisibles y, acaso, temibles.
De este modo, entramos en la rabiosa y desbordante realidad que sufrimos. Reproduciré, por ello, dos citas de otros autores que pueden resultar esclarecedoras.
Según Rogelio Alonso en su estudio La Resolución del Congreso de los Diputados sobre la lucha contra el terrorismo: un comentario desde la experiencia norirlandesa (Real Instituto Elcano, análisis 79/2005), «Debe recordarse que tanto en el caso de ETA como en el del IRA a menudo se subestima que sus dirigentes han elegido el terrorismo libremente tras descartar otros métodos. No es el terrorismo una simple expresión de protesta espontánea más allá del control de los individuos que lo perpetran, ni una imposición o reacción inevitable ante unas condiciones materiales e históricas determinadas, sino una táctica elegida entre un repertorio de ellas. De ahí que se renuncie a la misma cuando los costes políticos y humanos que de ella se derivan son elevados y cuando las expectativas de éxito desaparecen». En suma, el terrorismo es el fruto de un libre y frío análisis de coste/beneficio.
La periodista española Carmen Gurruchaga, especialista en nacionalismo vasco y ETA, finalizaba así unas reflexiones publicadas en el diario La Razón el día 22 de mayo de 2005 en torno al papel de Gerry Adams y Arnaldo Otegi en sus respectivos movimientos: «Antes de iniciar un proceso negociador, el Gobierno de Zapatero no debería olvidar que ETA dejará de existir cuando haya conseguido sus objetivos o, paradójicamente, cuando tenga la seguridad de que no los va a lograr, pero nunca mientras se le ofrezcan expectativas de éxito en sus exigencias». Más claro no se puede decir, ni de forma más sintética.
4.4.- En este contexto, La Ruta del Odio. 100 respuestas claves sobre el terrorismo pretende, modestamente, proporcionar desde mi experiencia y reflexión, claves, hechos incuestionables, información… en un intento de encarar esas carencias.
Para ello me he alimentado por una antropología católica y los más relevantes documentos elaborados por la Iglesia local: la antes mencionada Instrucción de la Conferencia Episcopal Española Valoración moral del terrorismo en España, de sus causas y de sus consecuencias, de 2002; el libro Terrorismo y nacionalismo, de 2005, un estudio sistemático de la citada Instrucción efectuado por diez intelectuales católicos de primera fila; y la Instrucción Pastoral, de 23 de noviembre de 2006, Orientaciones morales ante la situación de España.
Debo destacar que en estos aspectos constitutivos, me he inspirado en el texto de Luigi Giussani El sentido religioso, pues mejor que ningún otro, este sacerdote italiano, ya fallecido, puede explicarnos cómo las exigencias del corazón pueden ignorarse, violentarse o sublimarse, en aras de proyectos ideológicos y vitales contrarios a la naturaleza del ser humano. Como también explica que no pocos terroristas hayan recorrido el camino contrario, reconociendo sus errores merced, fundamentalmente, a encuentros personales rehumanizadores.
Por ello este libro está abierto a la esperanza: en la victoria del Estado de derecho y, en última instancia en la posibilidad real del cambio personal del terrorista, de su arrepentimiento.
5.- La posibilidad del cambio personal
En agosto de 2004, se informó en algunos medios de un hecho acaecido días antes: Francesca Mambro (ex-terrorista neofascista de los Núcleos Armados Revolucionarios) y Nadia Mantovani (ex-terrorista de Brigadas Rojas), participaron juntas en un encuentro organizado en el marco del famoso Meeting de Rimini –una imponente convocatoria anual sociocultural fruto de la viveza del catolicismo italiano de la mano de Comunión y Liberación– reconociendo sus errores y pidiendo perdón.
Francesca Mambro, con 20 años de prisión sobre sus espaldas por varios homicidios y pertenencia a banda armada, se encuentra en régimen de arresto domiciliario. Tiene una hija pequeña y trabaja en la asociación Nessuno tocchi Caino («Que nadie toque a Caín»), contraria a la pena de muerte en el mundo. Aseguró que «He cometido muchos errores, crímenes y he destruido mi vida y la de los demás. Hemos elegido un camino sin salida». También afirmó que había reflexionado sobre los mecanismos que en su juventud le llevaron «a buscar la venganza que lleva a destruir la vida. Lo que no entiendo es cómo a los 40 o a los 50 todavía se pueden mantener rencores y furores ideológicos». Aseguró que pretendía «devolver el bien que he recibido durante los años que he pasado en la cárcel; transformar el mal que he hecho en bien, gracias a la ayuda de personas excepcionales, como el padre Adolfo Bachelet». Igualmente, habló de la amistad que le une al familiar de una de sus víctimas: «Una de mis grandes amigas es la nieta de un carabinero al que asesinamos en Padua. Un día me llamó y me pidió información sobre mi trabajo. Después me desveló quién era, y me dijo ‘no quiero crecer con el odio hacia ti y a tu marido’».
Nadia Mantovani, por su parte y en el otro extremo del espectro político, está condenada a 23 años de prisión y se encuentra en libertad condicional desde 1985. Trabaja como voluntaria en la asociación de ayuda a los presos Verso Casa. Afirmó que «Mi presente está muy lejano de mi pasado, aunque todavía no he terminado de reflexionar sobre mi vida. Quería cambiar el mundo y he cometido muchos errores; de mi historia salvo poco, pero algo salvo, como el amor por la justicia y la solidaridad». Su estancia en prisión le sirvió como «una etapa de reflexión continua», aprendiendo que «cada diferencia, desde la ideológica a la religiosa, es una riqueza; nos hace aprender a ser tolerantes, aunque quizá la palabra tolerancia no es la más adecuada, sino la de acogida del otro».
Sin duda la estancia en prisión les ayudó a cambiar, junto a encuentros repersonalizadores; pero todo ello en el marco de un triunfo del Estado de derecho.
Cal Thomas, en su artículo El converso, difundido el 25 de agosto de 2006 por el Grupo de Estudios Estratégicos, relataba su encuentro con Sam Soloman, seudónimo que encubre a un ex imán experto en islam radical que preparó a numerosos candidatos al «martirio». A una pregunta de Cal Thomas, acerca de la mejor estrategia posible para combatir al terrorismo yihadista, respondió así: «No se puede combatir simplemente por la fuerza. Es necesario que se combata ideológica y espiritualmente, [así como] a través de las armas». Una respuesta que pone de relieve la insuficiencia de la mera represión policial y la necesidad de una propuesta alternativa vital atractiva que aísle a los terroristas de sus potenciales apoyos.
Este tipo de posicionamientos, parece ser, son excepcionales. Pero demuestran que el cambio personal también es posible para los terroristas. De modo que si la infección ideológica deshumaniza a quienes atrapa, arrastrándolos por la ruta del odio, también es posible la cura.
6.- Conclusión
Y ya voy terminando.
Dado que el terrorismo es un fenómeno poliédrico, me he esforzado también en tratar de responder a cuestiones tan acuciantes como la salud moral de individuos, sociedad y clase política golpeados por el terrorismo; el síndrome de Estocolmo; el tratamiento informativo del terrorismo; el papel decisivo de las mujeres en el movimiento de víctimas; la globalización; la guerra ABQ; el contraterrorismo; el terrorismo de la extrema derecha; la crisis de la identidad occidental; la propuesta cristiana. Todo ello mediante la fórmula, de singular fortuna en España y en Navarra, de un catecismo muy particular que engarza con esa particular tradición didáctica.
Este estudio de naturaleza multidisciplinar lo he complementado con diversos anexos: 100 webs temáticas, 100 organizaciones terroristas, 100 títulos fundamentales, 100 atentados especialmente trascendentes…
Todo ello, precedido por un prólogo póstumo de quien fuera mi Maestro y amigo, el fundador del Instituto Vasco de Criminología Antonio Beristain Ipiña, jesuita impulsor también de una jovencísima disciplina humanística, la victimología, que pretende situarlas en la base de un nuevo sistema penal que siempre se ha elaborado desde la persona del delincuente; ignorando a las víctimas.
No podía dejar de trazar, aunque sea mediante un brevísimo apunte, otra terrible expresión actual del terrorismo. Me refiero al del yihadismo. El islamismo es un intento legítimo de reforma religiosa mirando a los orígenes. No podemos identificar automáticamente islamismo con yihadismo terrorista. Permítame una breve lectura sintética y esclarecedora: «Una interpretación del Islam que considere como su núcleo la entrega a Dios está reñida con una interpretación político-revolucionaria, en la cual la cuestión religiosa se convierte en parte de un chauvinismo cultural y con ello subordinada a lo político». Lo dijo Hassan II y lo recogió Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, en Una mirada a Europa, ya en 1993.
El lector podrá confirmar si este libro responde a tan ambiciosas expectativas. En cualquier caso, el resultado habría sido muy diferente de no haberse gestado en el seno de la Iglesia –divina y humana, acaso demasiado humana- y en la compañía muy concreta de mis amigos cristianos y de tantas personas de bien, de otros credos y convicciones, que he tenido la fortuna inmerecida de encontrar.
Pero no habría sido posible sin el crisol del sufrimiento personal. Las víctimas del terrorismo suelen afirmar que no se puede comprender su sufrimiento sin haber pasado tan difícil prueba. En mi caso particular asumo y comprendo que he podido hablar y reflexionar durante años desde la distancia, desde la inteligencia; pero no desde la carne. Acaso el sobrevivir a Miguel, mi hijo mayor, haya podido humanizarme y sacar de mi interior cierta capacidad de empatía, de ponerme en el lugar de los que sufren, que antaño no fuera capaz de mostrar, redundando en un intento, al menos, de honradez intelectual.
Concluiré con una última afirmación. La respuesta de una sociedad y de un Estado al terrorismo es termómetro de su salud colectiva, expresión muy concreta de sus valores morales. Aunque según los estudios demoscópicos ya no constituya una de las preocupaciones más acuciantes de los ciudadanos -¡qué corta memoria la nuestra!- esa respuesta cuestiona las bases de nuestra convivencia: coloca en la lupa del análisis y de la movilización, la textura y consistencia de la vida en común y de nuestra viveza humana.
En nuestro actual contexto, desde la esperanza en el cambio personal y colectivo, no hay otra salida que la resistencia. No hay atajos. Apoyo y escucha de las víctimas; fortalecimiento de la moral ciudadana; combate cultural; reconstrucción constante del movimiento cívico; interpelación y vigilancia de los políticos; denuncia de los atropellos y desenmascaramiento de las coartadas ideológicas de terroristas, cómplices y oportunistas; lucha legal; trabajo doctrinal...
Firmeza y convicciones. Sin desmayo. Con esperanza.
Muchas gracias.
Pamplona, 24 de mayo de 2011
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