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Crónicas navarras de Fernando José Vaquero Oroquieta

Editorial: La declaración de derechos del hombre.

¿Existe alguna relación entre el ingenioso anuncio de una entidad médico-estética española y las doctrinas de los derechos del hombre? Utopías revolucionarias, consumismo, nihilismo y el papel de algunos “intelectuales”.

             En buena parte de los diarios impresos españoles se ha insertado un curioso reclamo publicitario, de página completa, a lo largo de las última semanas. “La declaración de derechos del hombre” –frase reclamo- está acompañada por la imagen de un varón prácticamente desnudo, reproduciendo además un listado de nueve supuestos derechos (tal vez por pudor no llega a decálogo), todos ellos relativos a la imagen física y estética. Es decir, la coquetería y el culto al cuerpo trasladados al “universo masculino”; mercantilizado en esta ocasión por una organización médico-estética de ámbito nacional caracterizada por su constante presencia en los medios de comunicación. Así el varón español tendría derecho a depilarse, a operarse, a maquillarse… Toda una gama muy avanzada de posibilidades, antaño coto exclusivo de actores y políticos, se extiende a un terreno casi virgen para el consumo y la industria de la belleza. ¿Feminización del hombre o mera campaña publicitaria? Posiblemente, ambas cosas a la vez y, en todo caso, creciente expresión de las modas actuales, producto de la mentalidad impuesta desde el poder cultural dominante.
            El reclamo juega con el desconcierto que puede provocar su encabezamiento. ¿Acaso, los derechos del hombre, no se refieren a otros asuntos muchos más vitales? Sin embargo, detrás de ese “juego” publicitario, existe una cierta coherencia entre el reclamo-trampa ideado por los ingeniosos publicistas (una determinada concepción de los derechos humanos, tal y cómo se entienden generalmente) y el producto ofertado.
            Paul Jhonson, en su magnífico tratado Intelectuales (Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 2000), establece una evidente continuidad en la labor subversiva desarrollada por aquéllos autocalificados intelectuales que se han propuesto, en los últimos trescientos años, emancipar a la humanidad, conforme a su particular criterio revolucionario, de toda tradición e Iglesia. Pero, históricamente, las pretensiones esgrimidas por estos pensadores en su conjunto (Rousseau, Marx, Sartre, Brech, Russell…) han evolucionado en sus objetivos finales. De ahí que hayan pasado, de perseguir la utopía revolucionaria, a configurar la sociedad hedonista y nihilista de hoy. Y todo ello con la pretensión común de acabar con el cristianismo.
            En este contexto, ¿qué pasa con los derechos humanos?
            Ante todo, debemos recordar que se han esgrimido, en muchas ocasiones, como instrumento revolucionario, como ariete empleado contra la presencia de la Iglesia en las sociedades concretas donde ha arraigado.
            No obstante, se olvida intencionadamente que esos derechos del hombre nacen del impulso ético de la propia Iglesia católica, de su obra civilizadora; no pudiéndose desvincular de la misma.
            Pero no es nuestra intención reflexionar sobre este particular aspecto que ya ha generado muchos textos, algunos reproducidos en esta publicación digital.
            Lo que nos interesa destacar es esa voluntad subversiva que, en su continuidad, se sirve de todo tipo de instrumentos para la consecución de sus objetivos. Hoy, el hombre es halagado en su ego hasta el absoluto, como otra vía más para su “autodeterminación”. Por ello se valora especialmente su aspecto físico. Emancipados de tradiciones, Iglesias y maestros, todo puede pretenderse, todo puede modificarse en aras del proyecto individual: no hay límites. Tampoco la propia naturaleza debe ser obstáculo. Aunque se tenga que pagar otro costoso precio humano.
            Así, aunque en las décadas anteriores el “intelectual” pretendía incorporar a sus semejantes –incluso forzosamente- al supuesto destino ineludible de la especie humana (la sociedad sin clases), ahora pretende sumergirlo en el mercado global consumista. En ambos casos, el hombre queda en una precaria situación.
            Los “intelectuales” impulsores de esas visiones sociales –alucinaciones, diríamos hoy- fueron ejemplo de gravísimas contradicciones personales. Recordemos a un Rousseau que abandonó, nada más nacer, a sus cinco hijos, ninguno de los cuales sobrevivió a los primeros meses de sus vidas. Y sus doctrinas generaron los mayores sufrimientos que ha experimentado la humanidad en su historia. No en vano, por ejemplo, Pol Pot se formó en la Francia de Sartre en continuidad con las utopías y mentiras de Rousseau y Marx.
            Ahora el modelo propuesto social es más civilizado. Más estético. Más limpio. Más… políticamente correcto. Pero, eso sí, olvidando los millones de abortos ejecutados y la existencia de las gravísimas injusticias norte–sur; precio establecido para la comodidad y el mantenimiento de los niveles actuales de consumo.
En este voluntarista periplo sin freno se olvida a la verdadera naturaleza del hombre. Haciendo balance de los frutos de las utopías, debemos preguntarnos: realmente, ese proyecto revolucionario, y el modelo consumista–nihilista que le sigue, ¿satisfacen al corazón del hombre?
            Pensamos, por las dolorosas pruebas experimentadas, que se impone una respuesta claramente negativa. Con la implantación de la utopía revolucionaria se extermina al enemigo de clase, se anula la libertad individual, se le “emancipa” de toda atadura que no sea el proyecto revolucionario del partido único. El hombre, en definitiva, es aplastado en nombre de una humanidad. Con el modelo consumista, el hombre emancipado de cualquier instancia moral, superior y externa, es elevado a presunto árbitro de todas sus decisiones; situado en soledad y sin un criterio firme frente a todo tipo de estímulos. En definitiva: un hombre aislado, frente a un sutil poder totalitario, a merced de cambiantes modas ideológicas y estéticas,.
            Así las cosas, la Iglesia sigue siendo un obstáculo fundamental en las pretensiones totalitarias y hegemónicas de un efectivo poder real, pero apenas expuesto a las miradas comunes; una dificultad que hay que eliminar, o al menos reducir drásticamente.

 

            Si la Iglesia pudo desarrollar la más apasionante y humana tarea de civilización, iluminando y salvaguardando los derechos del hombre; hoy día, con semejante o mayor motivo, sigue siendo su luz y el espejo carnal de su verdadero rostro.

Editorial de Arbil, anotaciones de pensamiento y crítica, Nº 67, marzo 2003

 

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