La crisis abierta entre los católicos españoles y el Partido Popular.
Las relaciones entre los católicos y el Partido Popular no atraviesan un buen momento. Unas reflexiones sobre la actual crisis.
El periodista Alex Rosal, en el artículo de portada del suplemento Fe y Razón, publicado el sábado 25 de noviembre de 2000 en el diario La Razón, se hacía eco de la preocupación existente entre los obispos de la Iglesia católica española ante el rumbo político seguido por el Gobierno, del Partido Popular, alejado en numerosos aspectos fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia.
Los obispos emiten, en general, un juicio muy duro sobre diversas decisiones adoptadas por este Gobierno, lo que les llevaría a replantearse las relaciones con el mismo y a madurar la posibilidad de impulsar nuevas modalidades de presencia pública de los católicos en la vida política.
A juicio del citado periodista, los temas concretos causantes de la crisis serían los siguientes:
- Mantenimiento del “status quo” del aborto legal.
- Autorización y comercialización de la RU-486 (píldora abortiva).
- Próxima distribución de la “píldora del día después”.
- Ausencia de ayudas a futuras madres en dificultades económicas.
- Ausencia de política natalista.
- Bloqueo en la situación de las clases de religión.
- Falta de apoyo a las familias numerosas.
- Mantenimiento de la misma línea moral y cultural, en las emisiones de las televisiones públicas, que la seguida por el PSOE.
- Inmovilismo en el mundo de la enseñanza: mantenimiento del estatismo.
- Leyes de parejas de hecho.
- No concesión de licencia de televisión digital a la cadena COPE.
Debemos señalar que, en lo que se refiere a la anterior lista de asuntos conflictivos, no puede exigirse al Partido Popular que desarrolle una actuación ajustada a los principios de la Doctrina Social de la Iglesia cuando ni siquiera algunos de esos temas venían contemplados en su programa electoral. Al analizar la actual situación, una actitud realista exige, siendo el PP una agrupación en la que coexisten diversas sensibilidades y cuya definición ideológica está reelaborándose, ajustarse a los compromisos reales.
Por otra parte, en la citada lista echamos de menos una valoración crítica a falta de impulso a las iniciativas que se derivan del principio de subsidiariedad, que se viene observando en la acción de gobierno del Partido Popular. Y ello es especialmente grave, al sí estar recogido en su programa electoral y constituir, por otra parte, una de las más importantes aportaciones de la Doctrina Social de la Iglesia a la acción pública.
En opinión de muchos obispos -volvemos otra vez a las interesantes afirmaciones del periodista- los políticos católicos del PP, que los hay y bastantes, “no parecen tener agallas” para enfrentarse a esta política anticristiana, por lo que se impone tomar alguna decisión al respecto.
Pero no puede decirse que la crisis haya surgido de la nada. De hecho, con ocasión de la campaña previa a las elecciones legislativas de pasado 12 de marzo de 2000, ya se elevaron algunas voces propugnando el voto en blanco, por considerar que el electorado católico era ignorado por el Partido Popular. No en vano, existe cierta percepción de que el PP considera “bien amarrado” y asegurado la mayor parte del voto católico.
Es indudable que son muchos los políticos de convicciones cristianas en el seno del Partido Popular y en otras agrupaciones políticas. De hecho los encontramos, en mayor o menor número, en prácticamente todos los partidos del espectro político español, incluidos los partidos nacionalistas, tanto radicales como moderados. Pero, según estudios demoscópicos, los católicos practicantes votan, mayoritariamente, aunque no de forma exclusiva, al Partido Popular.
Quiénes así participan en la vida pública, ya en el seno del PP como de otros partidos, tienen una característica en común: lo hacen a título individual, como “francotiradores”, siguiendo los impulsos y requerimientos de su conciencia individual. Es más, algunos movimientos eclesiales entienden que la participación en política sólo puede hacerse de esa manera: como “fermento” en medio del mundo, ejerciendo una labor misionera discreta en el entorno inmediato de cada uno. Con esta actitud se pretende, con muy buenas intenciones, evitar que la acción personal de un político concreto pueda confundirse con la Iglesia misma. Esta actitud, de alguna manera, sería la proyección pública de una sensibilidad muy marcada hoy día en la Iglesia: el repliegue interior, huyendo de manifestaciones externas y situaciones ambiguas.
No siempre se ha actuado en política de esta manera.
A partir de los años 30, la Jerarquía católica española era consciente de la necesidad de una acción política del laicado. Existía un compacto pueblo católico y una Acción Católica que encauzaba a los más concienciados y comprometidos de ese pueblo. Además, se creó el que constituyó un instrumento extraordinario, cuyo sentido era la defensa del catolicismo en la vida pública a través de la formación de líderes políticos cristianos y en los medios de comunicación: la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP).
La ACNP cumplió ese objetivo durante muchos años, formando varias generaciones de líderes cristianos presentes en todas las vicisitudes de la vida pública española, incluso en las más dramáticas. No olvidemos que la Iglesia fue objeto de una persecución implacable durante la Segunda República española. De hecho, esa estela de líderes católicos nos ha llegado prácticamente hasta nuestros días. Así recordaremos, a título de ejemplo, que el grupo “Tácito”, constituido a primeros de los años 70 con el objetivo de promover el cambio político desde posiciones moderadas, estaba formado por políticos y periodistas procedentes de los medios de la ACNP, de convicciones democristianas. Y, todavía hoy, encontramos algunos políticos muy relevantes formados en la ACNP.
Vemos, pues, que pueblo cristiano, Jerarquía y líderes políticos católicos, constituían una realidad humana que encarnaba de forma reconocible la presencia de la Iglesia en la sociedad española, en una intensa interrelación. Metafóricamente, esas tres realidades constituían, cada una de ellas, una pata de la silla, de forma que si fallaba una de ellas, la silla se venía abajo.
No todos los católicos formaban, por entonces, parte de un único partido político. De hecho, en la Segunda República encontramos católicos, además de en la CEDA donde eran mayoría, en el Agrario, en Renovación Española, en la Comunión Tradicionalista, en Falange Española, en el Partido Nacionalista Vasco, en Unión Democrática de Cataluña y en el Partido Republicano Conservador. Pese a ello, la unidad política de los católicos era un importante principio orientador, asumido e impulsado por los obispos españoles al igual que en otros muchos países de tradición católica, de indudables consecuencias prácticas.
Ya hemos visto que los políticos cristianos, hoy día, viven esa vocación, generalmente, desde el individualismo, sin apenas cauces de formación política, ni coordinación de ningún tipo que trascienda algunas relaciones personales.
Y, de hecho, el que ello sea así no es ninguna casualidad.
El pueblo cristiano ha desaparecido en buena medida. Y la mentalidad relativista se ha introducido de tal manera entre los restos de este pueblo, que no parece alcanzar hoy día la antigua “textura”, de modo que, como ejemplo, para muchos católicos “los obispos no tienen autoridad para decirnos a qué partido votar”.
La expresión más dramática de esa aparente desaparición del pueblo cristiano es el abandono masivo de muchos católicos de la Iglesia y el envejecimiento de sus integrantes.
El factor anterior, junto a nuevas tendencias teológicas y pastorales, han tenido una indudable incidencia en la conformación de la situación actual, a la que ha contribuido la praxis seguida por muchos movimientos eclesiales conforme a su carisma y sensibilidad, lo que no excluye ciertos cálculos estratégicos.
Por todo ello, esa íntima y leal colaboración existente, en su día, entre pueblo cristiano, Jerarquía y líderes políticos, ha desaparecido, pues tales realidades se han transformado notablemente.
En el congreso Católicos y vida pública, que se celebró a finales de 1999, organizado por la Fundación San Pablo – CEU y la Asociación Católica de Propagandistas, se observaron algunas cosas interesantes.
En primer lugar se detectó un interés objetivo de muchos de sus asistentes en “hacer política”.
Se pudo observar, en segundo término, una fractura generacional. Por una parte, se constató la presencia de históricos políticos democristianos, que participaron con notable protagonismo en UCD y PP. Por otra parte, jóvenes procedentes de otras experiencias políticas más radicales y en general encuadrados en algunos de los llamados “nuevos movimientos eclesiales”. Para estos jóvenes (algunos rondando la cuarentena), la vieja “democracia cristiana”, que nunca cuajó en España, no era, en buena medida, una referencia y un modelo a seguir.
Pero pese a esas ganas comunes de hacer presente al Evangelio también en la vida pública y, en concreto, en el mundo de la política, muchas eran las diferencias, como muchos y variados los carismas eclesiales allí representados.
Como posible alternativa a la actual situación, se ha propuesto la creación de “escuelas de formación política” dirigidas a futuros líderes. Impulsadas por algunos obispos o realidades eclesiales, se intentaría promover una nueva generación de dirigentes políticos coherentes con su pertenencia católica.
Sin embargo, en esta propuesta observamos graves carencias. No en vano, una solución “de laboratorio” que prescinda de la realidad está llamada al fracaso. Además, en la acción concreta de los católicos, se debe atender a la creación y cuidado del “yo”, en un nuevo sujeto que responda a las necesidades y retos de la vida en común; lejos de frías decisiones separadas de la vida.
Una vez formados esos dirigentes, ¿qué pasaría? Inmersos en partidos y realidades no católicas, su impulso quedaría a merced de su voluntarismo, en una titánica lucha “contra corriente”. Podría tratarse, entonces, de un esfuerzo formativo baldío.
Hemos visto que la existencia de una clase política católica se explicaba por la realidad física de un pueblo cristiano que la generó, siendo la relación existente entre ambos, íntima y estrecha.
Al presentar hoy, ese pueblo cristiano, una fisonomía muy distinta, se impone buscar la manera de que ámbitos sociales concretos respalden, con sus iniciativas y apoyo humano, a esos políticos cuya labor debe consistir en la defensa y promoción del bien común. En ese sentido, los grupos humanos que viven su fe en el cauce de los “nuevos movimientos eclesiales” constituyen una realidad de la que la Iglesia no puede prescindir. Siendo múltiples esos movimientos, también lo son sus carismas y matices. Pero es posible, y deseable, el mutuo conocimiento, la coordinación en órganos estables y la formación especializada, ya sea a nivel diocesano o desde el servicio proporcionado por entidades como la Asociación Católica de Propagandistas. Y ello de forma estable y con continuidad en el tiempo.
Por lo que respecta a la concreta actuación política, sólo son posibles dos estrategias:
1º) Participar en el interior de partidos políticos que, no confesionales, no son enemigos a priori de los principios fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia: principio de subsidiariedad, defensa de la vida desde la concepción, apoyo a la familia, apoyo a la libertad de enseñanza, atención y promoción de los marginados, libertad cultural, lucha contra el paro, justicia distributiva. Es el Partido Popular el que, a nivel nacional, parece reunir esas características, al menos en principio. Pero no admite la existencia de tendencias organizadas internas. Otra cosa es la existencia de sensibilidades que orbitan, en mayor o menor medida, en torno de las diversas Fundaciones próximas al Partido Popular y que nacieron con una identidad ideológica concreta. Es el caso de los liberales con FAES (principal laboratorio de ideas y cantera de nuevos dirigentes de José María Aznar), los conservadores con la Cánovas del Castillo y los democristianos con Humanismo y Democracia. Pero este esquema de funcionamiento se modificará en unos pocos años, de prosperar el proyecto de integrar todas esas fundaciones en una única “macrofundación” que, presidida por José María Aznar, constituiría el soporte organizativo y humano para su lanzamiento como dirigente internacional del centro reformista que se está rediseñando desde la Internacional Demócrata Cristiana.
Por todo ello, también los católicos que optan por integrarse en este partido, siguen precisando de cauces de encuentro y formación que permitan –además- que las iniciativas católicas y la vida generada por las realidades eclesiales infundan vitalidad y creatividad a esos políticos, en un diálogo y una interrelación permanente.
2º) También hay católicos que consideran necesaria la existencia de un partido exclusivamente católico, caso de los integrantes de la Comunión Tradicionalista Carlista. Se trata de una opción no asumida por la Jerarquía, cuyo futuro no parece salga de la presencia testimonial.
Hemos mencionado la existencia en el seno del Partido Popular de varias sensibilidades: liberal, conservadora, democristiana.
Forma parte de la Internacional Demócrata Cristiana y del Partido Popular Europeo, al igual que los catalanes de UDC, pero ambos foros vienen perdiendo, desde hace muchos años, carga doctrinal. De hecho, las orientaciones emanadas desde la Iglesia católica no constituyen, para ambas organizaciones internacionales, referencia moral importante. Prueba de ello es la progresiva incorporación de partidos políticos cuyas señas de identidad no son las de la antigua democracia cristiana.
En la actualidad, José María Aznar está imprimiendo al Partido Popular un sello ideológico propio. Intenta “centrar” el partido, abriéndose a sectores sociales (caso de buena parte de las clases medias urbanas) que miran con reticencia al PP por sus orígenes conservadores, situados en un espacio ubicado entre el centro derecha y el centro izquierda y que, numéricamente, pueden proporcionar la victoria al PP o al PSOE.
Ello explica que, desde el inicio del proceso de “refundación” del partido, se vengan abandonando las señas de identidad conservadoras, que marcaron en su día a Alianza Popular, y las democristianas, que remiten inevitablemente a una Iglesia católica que viene perdiendo peso e incidencia social. Y en la búsqueda de unas nuevas señas de identidad se está recurriendo a figuras aparentemente muy ajenas a este espectro ideológico, caso de Manuel Azaña, nuevos conceptos como el de “centro reformista”, la búsqueda de puntos en común con el “nuevo laborismo”, etc.
Por todo ello los políticos católicos que trabajan dentro del Partido Popular, al margen del acento y carisma que les haya marcado su entorno eclesial de procedencia, encuentran dificultades cada vez mayores en la consecución de apoyos efectivos para sus inquietudes y prioridades. La tendencia actual parece indicar que esas dificultades se acentuarán progresivamente, conforme avance la aparente “desideologización” en marcha en las estructuras y militancia del PP.
En cualquier caso, este proceso interno del PP es, en buena medida, paralelo al que viene experimentando la sociedad española: progresivo alejamiento masivo de la experiencia cristiana e implantación de un dualismo para el que la vida real poco o nada tiene que ver con la fe cristiana.
Los cristianos venimos actuando, desde hace mucho tiempo, con una fe reducida y dualista, de manera que nuestra vida en sociedad se rige por unos criterios ajenos a la experiencia cristiana. Sin embargo la Iglesia nos asegura que la unidad de vida puede manifestarse en todos los ámbitos de las relaciones personales y sociales, incluso en la esfera de la presencia pública y de la acción política.
Ello supone manifestar una identidad cristiana en la política, expresión de una responsabilidad colectiva del pueblo católico.
Si aspiramos a crear ámbitos de mayor humanidad en la vida en común, como expresión de esa “vida nueva” que nos posibilita la pertenencia a la Iglesia, el ámbito político no puede constituir una excepción.
Los partidos políticos, entendidos como instrumentos de participación para la construcción de una sociedad más humana, no responden en la España actual a las expectativas creadas en ellos. Y es ahí donde el catolicismo social puede realizar su mayor aportación: la propuesta de una política responsable que nace de una concepción del hombre acorde con el ideal.
Desde la propia identidad es posible dialogar, siempre que se pretenda construir. El diálogo por el mero diálogo no edifica realidad alguna. Pero para hacerlo, debe partirse del acervo propio, sin renunciar a aquellos elementos que pueden proporcionarnos las herramientas creativas que una política constructiva requiere. Además, para ser responsable hay que pertenecer. Un político cristiano será responsable, en primer lugar, ante el pueblo cristiano al que pertenece.
Un nuevo pueblo cristiano traerá políticos nuevos que redescubran, a toda la sociedad, la política como un medio cualificado para la edificación del bien común.
Los cristianos implicados en política se deben desenvolver en medios hostiles. Por ello es necesario proporcionarles una formación que les cualifique y un medio humano –una compañía- que les sostenga de forma cotidiana. Y ello permitirá que vivan en sintonía con las orientaciones de los obispos y con las preocupaciones e iniciativas del pueblo cristiano, que deberán defender y potenciar, expresión carnal y reconocible de la Iglesia de Jesucristo en la España concreta de nuestros días.
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