¿Hay espacio para un partido a la derecha del PP?
“El Partido Popular no es su cúpula dirigente, que va cambiando en el tiempo y que los militantes pueden, al menos teóricamente, sustituir por otra. El Partido Popular son sus ochocientos mil afiliados, sus sentimientos, sus convicciones, sus valores y su concepción de la sociedad y de la política. Los que en un determinado momento ocupan la Presidencia, la Secretaría General y los cargos orgánicos más relevantes, no son el Partido ni lo representan necesariamente.
Es más, dependiendo de lo que hagan en el ejercicio de sus responsabilidades pueden entrar en contradicción flagrante con la auténtica naturaleza de la organización que supuestamente encarnan. Un incremento confiscatorio de los impuestos, un pacto con el PSOE para repartirse por cuotas los vocales del Consejo General del Poder Judicial, la excarcelación de un asesino etarra por falsas razones humanitarias, el mantenimiento de una estructura del Estado inviable, ineficiente e insostenible con el único fin de beneficiar a los partidos que viven de ella, una amnistía fiscal inmoral y discriminatoria y una permanente debilidad ante la ofensiva separatista, no son rasgos característicos del Partido Popular, sino que configuran una entidad política distinta y opuesta a lo que la gran formación española de centro-derecha está llamada a defender y articular”.
Este incisivo juicio crítico corresponde a Aleix Vidal-Quadras, de su artículo Gregorio, la voz silenciosa publicado el 24 de enero, en su blog de intereconomia.com, en el contexto de un nuevo aniversario del asesinato por ETA del dirigente popular vasco Gregorio Ordóñez.
Pero, en contra de las noticias difundidas por algunos comentaristas -es el caso de Ricardo Rodríguez, 10 días antes en El Semanal Digital-, para Aleix Vidal-Quadras la alternativa a este indeseable estado de cosas en su partido no pasaría por la escisión o el abandono, sino por dar la batalla interna. Según sus palabras, debe perseguirse “la regeneración mediante el debate interno y la lucha democrática y limpia en el seno del partido hasta que exista congruencia entre los que dirigen y las bases conceptuales, doctrinales y éticas del conjunto de sus miembros”.
Entonces, contando con un diagnóstico certero, ¿cómo articular ese imprescindible cambio? La respuesta la proporcionó el propio Vidal-Quadras el 1 de febrero, en una entrevista concedida a es.Radio, al reclamar un congreso extraordinario en el que los militantes del partido pudieran elegir nuevos dirigentes; propuesta emitida en el contexto del abrumador y asfixiante Bárcenasgate.
Si bien el diagnóstico de la situación puede ser compartido por muchos de los militantes y votantes del Partido Popular, nos preguntamos: ¿acierta con la receta?
El juicio crítico de Vidal-Quadras, siendo certero, no obstante, es algo insuficiente.
Ciertamente, la deriva ideológica del Partido Popular es incuestionable. Partiendo de unas iniciales premisas liberal-conservadoras, teñidas de un descafeinado humanismo cristiano, se ha desplazado en su historia hacia un centrismo de amplia definición teórica y práctica socialdemócrata de gobierno; dando la espalda progresivamente a su electorado identificado con los valores de la derecha social.
Caracterizaría a esa derecha social una defensa de la familia y la vida, del principio de subsidiariedad, del esfuerzo personal y comunitario, de un ejercicio responsable de la libertad individual y colectiva, de la cohesión nacional española, de una postura inequívoca frente al terrorismo, una concepción ética de la vida de raíces cristianas, unas políticas sociales orientadas a la solidaridad, etc.
A las críticas antes citadas, realizadas por Vidal-Quadras a la acción política del PP en los marcos de la economía, el terrorismo, la concepción del Estado, la defensa de la nación española, la corrupción de partidos e instituciones fundamentales del estado, deben añadirse otros ámbitos en los que también puede afirmarse que el Partido Popular ha traicionado a esos votantes situados en la derecha social. Nos referimos al ámbito decisivo para toda sociedad sana y, especialmente, para el futuro de una España envejecida, de la defensa de la vida y de la familia; el incumplimiento de la promesa de una legislación favorable a la custodia compartida; el mantenimiento de las leyes y estructuras impulsoras de los mecanismos perniciosos derivados de la ideología de género; el debilitamiento –todavía más- del sentido y medios del ejército español, etc. Puede afirmarse que no hay ámbito esencial de los intereses más vitales de su electorado que no haya sido ninguneado y traicionado.
Pero, aceptando el diagnóstico, con ciertos matices, ¿es posible la receta?
Tememos que no. De entrada se parte de una mentira: el Partido Popular cuenta, se afirma una y otra vez de manera acríticas, con una base de 800.000 militantes. ¡No es cierto¡ De serlo, no precisaría de una financiación estatal que, según nos hemos enterado este pasado fin de semana, alcanzaría un 95 % de su presupuesto; convirtiéndolo así en un apéndice semiestatal, incapacitado por definición para la profunda reforma que exigen las estructuras estatales de la nación española en la actual crisis.
Propone, hemos visto, un congreso extraordinario. Pero, extraordinario o no, los congresos del Partido Popular se caracterizan –al igual que los del PSOE- por ser dirigidos, reclutados y adoctrinados de “arriba abajo”. La llamada militancia no es tal: se ha convertido en una base de afiliados que, en la mayoría de los casos, ni siquiera abona una cuota económicamente digna; que, en cualquier caso, es ninguneada por las estructuras de poder internos; que carece de instrumentos de participación; que nunca es consultada. Es público y notorio que si alguna persona pretende trabajar en el seno del partido, deberá superar los filtros establecidos por interpretaciones restrictivas de unos estatutos, cambiantes al gusto de su presidente, que se amoldan a los intereses personales y de grupo de las minorías rectoras reclutadas por el método -en absoluto democrático- de la cooptación: lo que cuenta es no destacar, aclamar a los líderes, caerles bien, ser discretos, no “salirse de la foto”, estar cerca.
Desde el fracaso de la UCD, disuelta en 1983 tras la debacle electoral del año anterior, existe, en el mal llamado centro derecha español, un miedo irracional a la existencia de tendencias internas: un miedo, en definitiva al valor de las ideas, a la sana competencia y a la mismísima libertad. Ciertamente, tales destruyeron a la UCD, pero vemos que en otros países democráticos, como es Francia, las tendencias internas son realidades vivas, que generarán o no partidos propios, articulados de alguna manera en torno a la estructura electoral líder de turno, llámese UDF, UMP… Los partidos, y las tendencias internas, van y vienen: nacen, se desarrollan y mueren. Pero la democracia permanece estable y viva. Las tendencias internas y la existencia de partidos de carácter ideológico no es un enemigo de la democracia: todo lo contrario. La democracia es superior a los partidos. Por ello, a causa de esa nefasta práctica contraria, podemos calificar nuestra imperfecta democracia española como partitocrática, respondiendo por tanto a los intereses cortoplacistas de las minorías dirigentes.
La experiencia de la destrucción de la UCD fue negativa, pero desde entonces se ha constituido en una magnífico excusa y coartada a los manejos de unos líderes que hacen y deshacen a su antojo, que nombran sucesores y dirigentes sin rendir cuentas a nadie, que organizan congresos de palmeros más propios de las felizmente extintas “democracias populares” que de una sistema occidental y moderno. No hay circulación de ideas, ni diálogo con la sociedad que no responsa a meras campañas de imagen. Hasta los programas electorales se elaboran “para ganar unas elecciones”; no desde los principios y valores de su electorado. Es significativo, en ese sentido, que los programas electorales sean redactados por gabinetes demoscópicos y de marketing electoral, ajenos al partido, y a espaldas de sus órganos, estructuras sectoriales y territoriales y restante “militancia” partidaria.
En otros países democráticos, determinadas decisiones legales o políticas de carácter polémico, generan actos colectivos de rebelión por cargos electos y militantes: dimisiones, manifiestos, ruedas de prensa, manifestaciones, etc. Lo hemos visto en Francia, en Gran Bretaña, en Italia… Y no pasa nada. La democracia no se quiebra por ello. Los partidos permanecen… Pero en España, apenas pueden contarse con los dedos de una mano quienes han protagonizado actos de rebeldía análogos a los citados ante decisiones injustas. La “militancia” y los cargos electos de los partidos se caracterizan, pues, por el espíritu propio de súbditos y no de ciudadanos; un comportamiento nefasto que es diseñado desde los grupos de poder, pues si algo no desea la clase política de todos los partidos es una militancia exigente, en tensión y que pida cuentas.
Si una sociedad democrática y libre debiera ser conformada activamente por una ciudadanía libre y responsable, la española, al igual que la base de los partidos del sistema, se caracteriza fatalmente por una masa gregaria de súbditos, que renuncia a la libertad y a la responsabilidad, en beneficio de unos gestores de la cosa pública –los políticos- acostumbrados a no rendir cuenta jamás.
Es un hecho que el Partido Popular, en su deriva ideológica, se ha convertido en un partido socialdemócrata de facto, cuya máxima ambición es la rectificación de los desastres económicos provocados por el PSOE, pero sin tocar ninguna de las reformas de cariz totalitario que aplica progresivamente el socialismo desde el poder, en aras de sus proyectos de ingeniería social.
Por todo ello, por esa suma de traiciones a su electorado, por esa aparente cobardía en sus comportamientos, por esa tibieza en sus programas reales, por ese funcionamiento interno anquilosado y oligárquico, el Partido Popular ya no es un instrumento válido para la derecha española. Además, mucho tememos que esas prácticas viciadas que venimos describiendo -y que la crisis desatada por el Bárcenasgate evidencia- han incapacitado a los líderes que supuestamente la representarían, y que en el seno del Partido Popular han perdido espacio y capacidad de decisión casi por completo de manera progresiva en el tiempo.
A partir de 1982, al hundirse la UCD, buena parte de su electorado pudo refugiarse en la entonces derechista Alianza Popular. En su voluntad de conquista del centro político, imprescindible para ganar las elecciones, según afirman los gurús del sistema, el refundado Partido Popular se desplazó ideológica y sociológicamente, convirtiéndose en un apéndice semiestatal acomplejado y timorato, renunciando a sus señas de identidad y a cualquier batalla cultural relevante, conformando una clase dirigente y una militancia distanciadas de la vida real de sus supuestamente representados.
A resultas de este proceso, es evidente que el sector de su electorado, que bien puede seguir denominándose derecha sociológica o social, ha sido secuestrado durante décadas por una clase oligárquica que ha hecho del “mal menor” su amoral criterio último de actuación. Así, este significativo sector social se ha quedado a la intemperie: sin partido ni dirigentes que lo representen y guíen.
La tentación de volverse hacia UPyD -joven partido emergente caracterizado por su defensa de la nación española y del principio de igualdad desde una concepción de izquierda jacobina- se convertiría, de nuevo, en un capítulo más de esa larga historia de claudicaciones de buena parte de los valores y posiciones fácticas de esa derecha social.
Estemos o no en el final de un ciclo histórico, el Partido Popular ya no sirve a buena parte de su electorado natural. No es cuestión de hacer “antipolítica”: todo lo contrario. Si algo reivindica la derecha social es hacer política; pero de verdad. Ante los retos del futuro, es necesario, pues, un partido a la derecha del PP: hay un espacio. Pero, ¿es posible?
0 comentarios