Más allá de la satanización de Le Pen.
Los imprevistos resultados electorales de Jean – Marie Le Pen, cosechados en las dos rondas presidenciales francesas, han levantado ríos de tinta, encendidos debates y una casi absoluta unanimidad. Más allá de las apariencias, más allá de su satanización, ¿qué hay en el fondo de este fenómeno?
La “sorpresa” Le Pen.
Le Pen ha logrado suscitar la unión de los contrarios, una postmoderna Santa Alianza: socialistas, derechistas, liberales, comunistas, ecologistas, trotskistas… ¡todos juntos contra el enemigo común!
Las reacciones y los argumentos esgrimidos han sido muy similares: Le Pen, un fascista que niega el Holocausto y que, con la demagogia más bastarda, ha sabido tocar algunas teclas del sistema para llegar a un electorado inculto, atemorizado e inseguro frente a la globalización, la Europa de Bruselas y la “inmigración salvaje”. Para hacerle frente, se ha propuesto más de lo mismo: más tolerancia, más educación antifascista, invocación al voto útil, etc. Pero no se ha ido, en general, a las causas últimas del problema.
Salvo unas pocas voces, algo disconformes, la unanimidad ha sido total, especialmente en los juicios inicialmente emitidos. En los días posteriores a la primera ronda, algunas opiniones empezaron a matizarse, pudiéndose encontrar destellos de sentido común, aunque dispersos y condicionados por hondos prejuicios ideológicos. Una vez conocidos los resultados de la segunda ronda, volvieron a escucharse las opiniones más comunes; siendo el asesinato del populista holandés Pim Fortuyn el hecho que eclipsó casi por completo el debate.
¿Nos quedaremos en los tópicos o iremos al fondo del asunto?
Está claro que, al poder dominante, lo anterior no le interesa. Hacerlo así, tal como lo hizo desde París el sociólogo y analista Ignacio Walker Cisneros para la revista electrónica cristiandad.org, cuestionaría buena parte de los soportes ideológicos y mentales del actual sistema. Unos partidos políticos que apenas se diferencian, sean de izquierdas o de derechas. La banalización de la existencia impulsada a través de la publicidad. Una mentalidad común difundida e impuesta por los medios masivos de comunicación, especialmente a través de la televisión, y practicada a través del consumismo. Una ausencia de ideales profundos y consistentes, sin que los “valores comunes” (tolerancia, igualitarismo, antifascismo, laicismo…) provoquen entusiasmos, salvo entre los profesionales bienpensantes subvencionados.
Pese a los aspavientos, ha sido una sorpresa relativa. El Frente Nacional apenas ha aumentado, en su número total, de votos respecto a convocatorias anteriores. Lo ha hecho, pero escasamente. Aunque no puede alegarse que no haya contando con competidores en su “propio terreno”. Ya lo intentó, de alguna manera, Philippe de Villiers en las presidenciales del 95, y Bruno Mégret (quien fuera delfín de Le Pen y se escindiera del Frente Nacional con un tercio del servicio de orden, la mitad de sus militantes y buena parte de sus cargos públicos, fundando el Movimiento Nacional Republicano) estos días.
La división del voto entre 16 candidaturas, y una abstención algo superior de lo habitual, explican el relativo éxito de Le Pen en la primera ronda: superando a un candidato socialista laminado por varias candidaturas de izquierda (Partido Comunista Francés, radicales, soberanistas, ecologistas) y de extrema izquierda.
Poca atención se ha dedicado al desmoronamiento del histórico, “duro” y pro soviético Partido Comunista Francés, y a la correspondiente cosecha electoral de los tres partidos trotskistas beneficiados (Liga Comunista Revolucionaria, Lucha Obrera y Partido de los Trabajadores), especialmente a la recogida por Arlette Arguiller.
Esa es otra de las contradicciones del debate: alarma general ante el ascenso –relativo- de la extrema derecha, pero benevolencia ante la eclosión de una extrema izquierda que difícilmente puede asimilarse al sistema capitalista y a la “democracia burguesa”.
Juicios y controversias.
¿Cuál ha sido, globalmente, la respuesta mediática ante el “ascenso Le Pen”? Así la describía, con un cinematográfico sentido del humor, David Gistau en su columna de La Razón el pasado día 1 de mayo: “Quebrantando todas las reglas democráticas y evidenciando escasa elegancia deportiva en la aceptación de la derrota, los demócratas se han aliado en una turba linchadora –sogas, antorchas y azadas- que intenta derribar las puertas del castillo de Le Pen como si fuese el de Drácula: la muchedumbre vertebrada por el antagonismo de un Monstruo, que es el enemigo necesario sacudiendo al vecindario de su letargo de qué echan hoy en la tele”.
Enrique de Diego, por su parte, en libertaddigital.com, se sorprendía ante la reacción mediática, al considerar que los medios han ocultado, inicialmente, el previsible ascenso lepenista, para luego pasar a “diabolizarlo”, interpretando lo sucedido en clave de “autocensura”. Profundizando en su juicio, a su entender, “millones de franceses han castigado a un stablishment que no hablaba de la realidad”, a la vez que aseguraba que la seguridad ciudadana es un corolario fundamental de la libertad. La izquierda, por su parte, es miope si afirma que el aumento de la delincuencia nada tiene que ver con la inmigración. Además, continuaba, “En el islamismo, con perdón, hay una alta dosis de xenofobia. Y en las naciones europeas una alta dosis de estupidez. Una combinación desvertebradora, casi explosiva. En todo caso, desvertebradora”.
Visto el espectáculo, ¿de donde proceden los millones de electores lepenistas?
Michèle Alliot – Marie, presidente –entonces- del principal partido de la derecha, el neogaullista R.P.R., y reciente ministro de Defensa, respondió de la siguiente manera a una pregunta del diario El País, el pasado 28 de abril, sobre la procedencia de los electores de Le Pen: “Sólo un tercio de su electorado corresponde a la ultraderecha clásica. Un tercio procede de la derecha moderada, que quiere expresar su insatisfacción, por ejemplo con la fiscalidad; y otro tercio viene de la izquierda, socialista y comunista, ciudadanos exasperados por la inseguridad que viven a diario en las viviendas sociales y los barrios difíciles”. Tales afirmaciones ya nos proporcionan algunas pistas de cierto interés que encontraremos repetidas, en otros analistas de ideologías dispares.
Mario Vargas Llosa, en su artículo de opinión publicado en El País, en su edición del día 28 de abril, aseguraba que los sectores que votaron a Le Pen fueron, fundamentalmente, “proletarios, clases medias bajas y desempleados”, ratificando, en buena medida, la opinión antes recogida. Y ello le llevaba a la siguiente reflexión, en un intento de profundizar: ”Estos sectores simplemente, han llevado a sus últimas consecuencias la insensata e irresponsable campaña de cierta izquierda retrógrada –sobre todo en Francia- contra la globalización, la internacionalización de la economía y un mundo integrado e interdependiente, presentado como una conspiración del neo – liberalismo y las transnacionales para esquilmar a los pobres y devorar la soberanía de las naciones”. Ya encontramos una presunta responsable: la demagogia de la izquierda. No podía ser menos, tratándose de un liberal.
Otros analistas, de convicciones muy distantes de las anteriores, llegan a similares conclusiones, aunque por otras vías.
En su editorial del día 28 de abril, el propio diario El País aseguraba que: “la socialdemocracia se verá obligada a repensar el catálogo de sus convicciones, en un entorno que va mucho más deprisa que la capacidad de sus líderes para adaptarse”, afirmando que “es obvio que el viejo modelo social europeo, que ha venido tratando la inmigración como una obligación humanitaria, no sirve para manejar los cambios producidos por la instalación de unos 15 millones de personas de otras partes del mundo en la última década”.
Daniel Cohn – Bendit (El Mundo, 30 de abril), desde su reciente militancia “verde”, compartía el anterior análisis, asegurando que “El fracaso electoral remite al fracaso del proyecto y a la ausencia de unos cimientos políticos en la izquierda plural”, exigiendo como recurso inmediato frente al ascenso electoral de la extrema derecha “un sistema proporcional en las legislativas”. A su entender, respecto a los partidos políticos de izquierdas, percibe que “La gente de abajo tiene la impresión de no ser comprendida por la de arriba” y que “los partidos políticos de izquierda están exangües y paralizados. Se han convertido en lugares de intrigas sibilinas y maquinaciones para conquistar el poder”, finalizando su reflexión deseando que “¡Ojalá fueren capaces de volver a tener vínculos con el sindicalismo, con la vida asociativa, con los intelectuales y con la sociedad civil”.
Para otros analistas, la derecha es la responsable directa del cataclismo.
Es el caso de Paolo Flores D’Arcois (El País Domingo, 28 de abril), quien diferenciaba allí entre una derecha conservadora y liberal y una derecha populista y antidemocrática. La segunda ya no es marginal. Frente a la ascensión de sus extremistas, la derecha democrática puede hacer dos cosas: la condena explícita (lo que ha hecho Chirac), o “considerar que los enemigos están sólo y siempre a la izquierda” (Berlusconi y Stoiber). Esa derecha antidemocrática estaría alimentada por el populismo, el chovinismo y la xenofobia. A su juicio, la tentación ante el discurso ultra es “dar espacio a los argumentos de la extrema derecha en lugar de combatirlos con la energía más radical”. La verdadera culpa de la izquierda, afirmaba, no es su división, pues “El problema es no haber entendido el auténtico significado de la oleada de ‘antipolítica’ (o más exactamente de antipartidocracia) que desde hace años y cada vez en mayor medida va invadiendo las democracias europeas”. Sin embargo, esa crítica a los partidos encierra una “potencialidad progresista que habría podido renovar en las formas de organización y en los contenidos de la propia acción”. Frente a la “política – espectáculo” proponía “reinventar la política”, siendo la izquierda la fuerza más capacitada, siempre a su entender, para adaptarse y afrontar con mayor éxito el reto.
Miguel Herrero de Miñón (El País, 28 de abril) atribuía a la abstención buena parte del terremoto, motivada por “la pérdida de identidad de las principales opciones en liza, que amenaza con ser signo de la pérdida de identidad del cuerpo político, la Nación; y el desprestigio de los dirigentes”. La identidad y la seguridad, a su juicio, serían los grandes valores en juego. Por lo tanto, la crisis ya no sería tanto de los partidos, como del propio sistema.
Ramón Vargas – Machuca Ortega, en El País (29/04/02) ratificaba, desde otros presupuestos, el juicio anterior. Consideraba que se impone una labor de “repensar la democracia” a partir de: “el lugar de los principios”, “las estratagemas falaces o la competencia cívica” y, por último, “mayor responsabilidad”. Respecto a los primeros asegura que “Los principios devienen un subproducto de una idéntica voluntad de poder, los partidos terminan pareciéndose, son redundantes no sólo porque ofrecen lo mismo, sino porque en el fondo quieren lo mismo. Una relación así, con los principios, oportunista y a título de inventario, pervierte el sentido de la competición democrática y engendra la más absoluta desasistencia ciudadana”.
Hermann Tertsch (El País Domingo, 28 de abril) resumía, de alguna manera, los puntos de vista hasta ahora expuestos. Así, “El primer gran indicio de que, en este mundo globalizado, con todas sus tensiones y peligros, desaparecida la bipolaridad, lanzando Estados Unidos a la manifestación universal de su potencia única e incontestada, en Europa surgen viejos y nuevos fantasmas que acechan amenazantes en el camino hasta ahora lógico y perfectamente asumido de la unificación y homogeneidad política, social y económica”. Pero “Hoy, otra vez, los partidos de izquierda andan errantes entre diversas correcciones políticas timoratas, cómodas para sus elites, incomprensibles para sus bases naturales. La derecha democrática, minada por la mediocridad y la corrupción, Chirac es el mejor ejemplo, hace seguidismo de los lemas de ultraderecha para después verse saqueada de votos por la misma”, alimentada por “Los sectores sociales que se consideran perdedores absolutos de una evolución vertiginosa del mundo sobre la que no tienen influencia alguna. El miedo al extraño –al inmigrante- y el frío ante el mundo –la inseguridad y la precariedad- los llevan a buscar protección bajo el manto de las grandes soluciones simples”.
Juan Alberto Belloch en La Razón del día 1 de mayo, intentaba “despejar el bosque”. Para ello resumía, en las siguientes, las numerosas causas que han identificado los autores mediáticos en el origen del lepenismo: crisis del actual modelo democrático caracterizado por la supuesta pérdida de identidad de los grandes partidos, crisis general de la social – democracia y, por último, incremento de la criminalidad y el desbordamiento del fenómeno inmigratorio (elementos que se pretender asociar). Ante el tercero y más evidente a su juicio de los citados fenómenos, propone el siguiente remedio: “hospitalidad y vigor en la aplicación de la ley. Ningún viajero bien acogido rompa los deberes que le ligan al país que los recibe”.
Jean – Cloude Kaufmann en el diario Le Monde, el día 26 de abril aseguró, en resumen, que Francia está culturalmente dividida, según recogía Patricia de Souza en La Razón el día 1de mayo, pues: “El voto por Le Pen es un rechazo rotundo de los fenómenos más evidentes de nuestra época” (que concretaba en mundialización, equilibrio, identidad).
Y Juan Pedro Quiñonero en el ABC, del 2 de mayo, afirmaba que “El día 21 de abril pasado, 11’7 millones de franceses se abstuvieron de votar porque consideraban que ninguno de los 16 candidatos que se presentaban en la primera vuelta de las elecciones presidenciales decía cosas capaces de mejorar su vida cotidiana. Ese mismo día, otros 2'9 millones de electores votaron a la extrema izquierda, mientras que otros 5'5 millones votaron a dos candidatos de extrema derecha. En total con un censo de 41’19 millones de electores, unos 20’1 millones de franceses consideraron que los partidos políticos tradicionales se ocupan tarde, poco y mal de sus problemas ordinarios”.
Ignacio Sotelo, en El País del día 3 de mayo, llegando más lejos que nadie, sentenciaba que “Por lo tanto, el ascenso de la extrema derecha en Europa se revela el canto del cisne de un Estado nacional condenado a desprenderse de sus antiguas ideologías, estructuras y buena parte de sus competencias”.
Federico Jiménez Losantos, por su parte, en El Mundo, el día 30 de abril, realizaba su propia interpretación del fenómeno, buscando paralelismos con la situación política vasca, afirmando, entre otras cosas, que: “Tiene razón Savater en El País cuando dice que, pese al miedo que dicen que suscita o debería suscitar Le Pen en Francia, al fin y al cabo el líder del Frente Nacional no ha llegado a los extremos de racismo delirante de Sabino Arana, al que rinde culto el nacionalismo vasco que también ha creado su propio Frente Nacional sobre la doctrina común de la Declaración de Estella”.
Elena Atxaga, rompiendo la relativa unanimidad de los juicios emitidos, en un artículo titulado “Le Pen el galo”, publicado en elsemanaldigital.com número 74 (22 de abril), afirmaba que: “las personas no viven de los tópicos ni de las palabras, que democracia y libertad no son un tótem al que haya que sacrificar la libertad real de nadie y que tampoco son una carta blanca para sumir al pueblo en la postración”.
Otro analista crítico ha sido Pascual Tamburri (elsemanaldigital.com, número 75, 29 de abril), al juzgar que “En realidad, el único fascismo que se ha visto en Francia es el de los enemigos de Le Pen”, considerando que un “fantasma recorre Europa: la voz del pueblo pidiendo soluciones efectivas para los problemas de cada día”. Sus electores “miran más a lo tangible que a las grandes palabras”.
¿Un Le Pen para España?
Ya hemos mencionado la particular interpretación de los hechos efectuada por Federico Jiménez Losantos, quien encontraba sorprendentes conclusiones aplicables inmediatamente a España. Pero, la cuestión, pensamos, es otra.
Santiago Pérez Díaz, en El País del día 28 de abril, juzgaba que España es una excepción al avance de los partidos extremistas de derecha por las siguientes razones: “Primero. El efecto positivo de la transición política y el ánimo abrumadoramente mayoritario de no repetir los errores del pasado, y homologar nuestro sistema político con las democracias europeas, creándose un consenso de animosidad hacia el régimen anterior. En segundo lugar, esta tendencia se cimentó con el fallido golpe de Estado del 23-F, que supuso una revacunación contra cualquier veleidad de acudir a la fuerza para resolver los problemas o prescindir para ello de los cauces constitucionales”. Pese a ello, a su entender, crecen las circunstancias que alimentan el caldo de cultivo para que aparezca una organización de extrema derecha, que concreta en: “inmigración, la seguridad ciudadana, voto de protesta contra el sistema político y, en España, el terrorismo”. Pero para ello no hay líderes, siendo también el caso del único partido español que se identifica plenamente con Le Pen: Democracia Nacional, al que falta un caudillo carismático, mostrando, además, y siempre según su criterio, una evidente incapacidad para entenderse y llegar a acuerdos de integración con otros grupos. A juicio de José Luis Rodríguez Jiménez, varias tendencias podrían integrar la base de un movimiento de extrema derecha en España: neofranquistas, neofalangistas, derecha nacional, neonazis, nacionalbolcheviques, coincidiendo todos ellos en el rechazo a la democracia, a las autonomías, a la integración europea y a los emigrantes. Dicho autor menciona, por otra parte, varios experimentos populistas en España, frustrados en los últimos años, y que no se pueden asimilar simplemente a los anteriores: el CDS de Mario Conde, el GIL y la Agrupación Ruiz Mateos.
Pascual Tamburri, en el artículo antes citado, y mirando a España, entendía que se dan todos los elementos que han hecho posible el fenómeno Le Pen: “periferias urbanas degradadas, barrios conflictivos, inmigración ilegal masiva, campos abandonados, autoridad del Estado puesta en discusión, delincuencia extranjera, recursos públicos regalados a los recién llegados, paro y subempleo”. Hay un hueco electoral, aseguraba, pero el experimento del GIL no pasó de lo bufonesco, pues “Ni tenía un programa ni su vocación era servir al pueblo”. Resumía, sintéticamente, la situación de la siguiente manera: “Los distintos movimientos asimilables al Frente Nacional francés son interclasistas, si se quiere xenófobos e indudablemente radicales en sus posturas, aunque no son ni de izquierdas ni de derechas. Y son, a diferencia de Jesús Gil, los portavoces de los perdedores de la globalización y de la unificación bruselesa”.
Hace ya casi tres años, en estas mismas páginas, nos preguntábamos si era posible la creación y despegue de un partido de protesta –o lepenista- en España. La conclusión fue negativa. Y desde entonces, no parece que las circunstancias hayan cambiado sustancialmente. Pueden darse ciertas condiciones “objetivas” favorecedoras de su aparición, pero no se observan pasos decididos en encuadrar y movilizar esos sentimientos. Los grupitos populistas, que pudieron, en su día, haber sido base de partida para un movimiento de protesta, han sufrido fatídicas suertes: el CDS reflotado por Mario Conde se ha hundido definitivamente, el GIL sigue la agónica suerte de su líder perseguido por la justicia, y de la Agrupación Ruiz Mateos, desde el cambio de su denominación, nada se ha sabido.
Por otra parte, entre las “familias” políticamente asimilables al concepto de “extrema derecha”, sigue sin destacar un polo de atracción que supere su endémico carácter grupuscular. No aparece la figura de un líder carismático que sea la locomotora de un movimiento –populista, de protesta, o ultraderechista- de las características antes citadas.
Un intento de reflexión desde una identidad católica.
Europa asiste desconcertada a la irrupción, en sus ciudades y pueblos, de millones de inmigrantes provistos de una identidad fuerte: el Islam. Curiosamente, las prevenciones y prejuicios que se aplican al catolicismo en toda Europa, marginándolo, no cuentan al tratar con el Islam. De forma paradójica, se ha producido un fenómeno paralelo al de la descristianización del continente europeo: su desarme moral. Y muchos ciudadanos desarraigados, que asistente perplejos ante las contradicciones del sistema y el alejamiento de la política, sufren cotidianamente los zarpazos de la delincuencia, un relativismo vital que les priva de defensas ante los envites de la vida, etc. Así se viene formando un caldo de cultivo apropiado para un Le Pen que propone soluciones toscas pero claras. Pero no olvidemos que éste no partió de la nada. Ya existía en Francia una prensa de “derechas”, algunas modestas editoriales, unos círculos radicales (desde nostálgicos de Vichy, de la Argelia francesa, maurrasianos, tradicionalistas y legitimistas…), unas activas asociaciones estudiantiles de convicciones nacionalistas y revolucionarias, diversos “laboratorios de ideas de derecha” que trabajaban la cultura y la “metapolítica”, etc.
Y vemos que una base humana y orgánica de esas características, en España, apenas existe. Con el final del franquismo y la consolidación de la democracia, la derecha radical ha sido incapaz de configurarse. Su electorado, aunque lo haga con protestas y tapándose la nariz, vota, convocatoria tras convocatoria, por el Partido Popular, al igual que lo hizo, anteriormente, por Alianza Popular.
Veíamos, pues, que existe una falta de ideales en las sociedades europeas. Cuando los temores de algunos sectores sociales son afrontados por un demagogo, con cualidades y un programa sencillo, que promete seguridad, puede generarse un movimiento anti - sistema. Esto ha ocurrido en Francia y en otros lugares de Europa, aunque no todos esos movimientos compartan la misma naturaleza ni sean homogéneos en sus manifestaciones y programas.
La Iglesia francesa también ha criticado las actitudes y propuestas de Le Pen. El arzobispo de París, Jean – Marie Lustiger denunció, el mismo día 22 de abril, que Le Pen utilizara frases de Juan Pablo II para pedir el voto en la segunda vuelta. “No tengáis miedo” y “cruzad el umbral de la esperanza”. Así se dirigió Le Pen a sus posibles electores en la noche del 21 de abril. Lustiger aseguró, ante ello, que “La Iglesia y los cristianos no pueden aceptar que, al servicio de la polémica electoral, se cambie el significado de los símbolos y las convicciones religiosas”.
Tal vez poniendo la venda antes de la herida, después del constante acoso sufrido durante estos años, los obispos franceses han querido clarificar, desde la raíz, su posición: ¡sólo faltaba que se les acusara de lepenistas! Sin embargo, hace ya unos cuantos años, un prestigioso mensual internacional católico, 30 días en la Iglesia y en el mundo, hablaba de las dos almas del Frente Nacional: la católica y la pagana (refiriéndose, con esta segunda denominación, a los paganos procedentes de los cenáculos de la llamada “Nueva Derecha”). Pero, de esto, ya han transcurrido bastantes años. Es comprensible que la Iglesia francesa quiera delimitar el debate, profundizando en las razones últimas de la crisis, mas allá de superficiales reacciones instintivas e ideológicas: en definitiva, debe cumplir con la obligación de orientar a sus fieles con seriedad y colaborar en la consecución del bien común.
Curiosamente, y como dato sociológico a considerar, señalemos que el Frente Nacional ha arraigado en casi toda Francia, pero haciéndolo en menor grado en las regiones agrícolas y católicas de la fachada atlántica (allí donde todavía quedan rescoldos del pueblo católico que un día allí vivió).
E-cristians, realizando el pasado día 2 de mayo una rápida y precisa reflexión, aseguraba que todo lo escrito “revela claramente dos hechos: la multitud de causas críticas que puede haber provocado este insospechado resultado y el gran vacío que reina en el campo de las respuestas concretas”. Si eran tantas las posibles causas de un éxito para la extrema derecha, se preguntaba, ¿cómo no lo había anticipado nadie? Por una parte, advertía el editorialista, algunos electores “no votaron o se divirtieron con el voto protesta”. Pero, por otra, creía evidenciar un problema de ausencia de sentido, pues “La democracia, para funcionar como todo acto humano, necesita un sentido, esto es, la orientación y el horizonte hacia el que avanzar a través de una ruta llena de credibilidad”. Pues, “La sociedad francesa, y en gran medida la sociedad europea, ha renunciado a los valores objetivos permanentes para substituirlos por concepciones relativistas y así lo único que se está consiguiendo en construir nuevos conflictos cada vez mayores". Por todo ello, “Es necesario, sin más dilaciones, reflexionar sobre las consecuencias del sentido de la sociedad que se está construyendo”.
Europa deberá volver a sus orígenes -a la vida y los valores que le dieron consistencia- si quiere afrontar con realismo los retos del presente y del futuro. Pero de nada servirán invocaciones a valores o principios, por muy saludables que sean, si no existe un pueblo que les dé vida y los encarne.
Juan Pablo II ya lo planteó, de forma clarividente, y hace unos años, con su invocación a las raíces cristianas del continente: ¡Europa, sé tú misma!
Arbil, anotaciones de pensamiento y crítica, Nº 57, mayo de 2002
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