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Crónicas navarras de Fernando José Vaquero Oroquieta

Ester y Ruzia: dos judías en las entrañas del totalitarismo estalinista.

Una interesante sorpresa editorial: los recuerdos de dos judías que sufrieron en sus carnes los rigores del estalinismo, sobreviviendo y transmitiendo sus vivencias a su nieta escritora.

 

                Masha Gessen es una periodista norteamericana afincada en Moscú. Allí han vivido la mayor parte de sus vidas sus dos abuelas: Ester y Ruzia. De las innumerables conversaciones mantenidas con ellas, y de los recuerdos familiares desgranados y rememorados con admiración en incontables eventos, brota este relato histórico: Ester y Ruzia. Unas memorias familiares. De las purgas de Stalin al Holocausto y del auge del sionismo a la caída del comunismo (Ediciones Península, Barcelona, 2006, 318 páginas).

 

                El largo subtítulo nos habla de los hitos históricos que marcarán las existencias de las dos familias, ambas judías, protagonistas de esta apasionante y dramática historia.

 

Ester nace en una familia sionista militante, aunque atea, de Bialystok; una floreciente ciudad de la que formaba parte una de las más numerosas y creativas comunidades judías de la Polonia oriental y que será ocupada, inicialmente, por los soviéticos en 1939. Esta circunstancia le permitirá trasladarse a estudiar a Moscú. Poco después, su madre será deportada por los rusos a Asia central. Por su parte Jakub, su padre, a la espera de juicio como burgués contrarrevolucionario, se librará milagrosamente de la deportación; pero, al situarse al frente de su comunidad a raíz de la ocupación alemana que sigue a la invasión de la Unión Soviética, desaparecerá en el Holocausto.

 

                Ruzia es otra judía, pero fruto de una familia producto de un tan alardeado igualitarismo soviético para el que el origen racial, al menos nominalmente, era indiferente.

 

                Ambas sobrevivirán a la Segunda Guerra Mundial con enormes sufrimientos, perdiendo a sus primeros maridos. No obstante, harán lo indecible por estructurar una vida familiar, a partir de sus padres supervivientes, los hijos que nacen en su transcurso, los maridos que les acompañarán sucesivamente, y sus amigos.

 

Aunque les unen muchas cosas (son muy vitales, se mantienen fieles a su identidad judía, se centran en sus familias, son intelectuales y grandes lectoras), afrontarán la realidad de manera distinta. Así, Ester será una rebelde, llegando a enfrentarse al NKVD, que tratará de reclutarla. Por su parte, Ruzia se ganará la vida como censora, tanto de crónicas periodísticas como de traducciones de obras literarias de autores extranjeros, de modo que conocerá en sus entrañas algunos de los más perversos y sutiles mecanismos del totalitarismo soviético. Y, ambas dos, tendrán que sortear las trampas del sistema; lo que lograrán hacerlo con bastante fortuna. Llegarán a conocerse un día, de cuya circunstancia se derivará, años después, la llegada a la vida de nuestra narradora.

 

                Sus vidas son inseparables de la atmósfera asfixiante de un estalinismo progresivamente paranoide: las hambrunas, las sucesivas purgas, el Gran Terror, el antisemitismo, el permanente miedo a la delación, un control social formal e informal absolutos, etc.

 

                El texto desenmascara por completo la perversidad del totalitarismo. Pero deja en el aire, aunque esboce algunas posibles respuestas, una pregunta que puede responder el lector. A la muerte de Stalin, tanto verdugos, como sus víctimas, y los hijos de todos ellos, se sintieran huérfanos y desorientados. ¿Cómo fue posible ello? Esa absoluta dependencia psicológica de Stalin fue, acaso, uno de sus logros más diabólicos. Ester y Ruzia, por el contrario, fueron excepciones, pues para ellas su desaparición constituyó una fuente de alegría y esperanza; pórtico de una verdad oculta y negada sistemáticamente.

 

                A pesar de su ateismo, su identidad cultural judía, que les hace valorar especialmente el espacio humano de la familia, les permitirá sobrevivir. No obstante, ello presenta una evidente paradoja, que ya advierte Serguéi, segundo marido de Ester a quien nunca «consiguió hacerle comprender cómo era posible que la realidad de su nacimiento, de un idioma no utilizado, de una religión no practicada y de un país remoto constituyera el componente más importante de su ser» (página 281). Pero, en esta época de implacable homogeneización cultural, ¿mantendrán su identidad los descendientes de Ester y Ruzia? Esta inevitable pregunta nos lleva a una importante cuestión, objeto de permanente debate en el judaísmo, pero que también nos afecta a los cristianos. Así, la identidad judía, ¿puede prescindir de su base religiosa y mantenerse operativa? No parece sencillo; siendo mayor que nunca el riesgo de una total asimilación de no apoyarse en una fuerte experiencia comunitaria y espiritual. Pero no queremos cerrar este debate, sino estar atentos al mismo; no en vano, el pueblo judío ha conservado identidad al mantenerse fiel a su tradición espiritual; más allá de una sentimental pertenencia racial. Un motivo de reflexión, en todo caso, para los mismos cristianos. Por todo ello, echamos de menos, en este texto, una más profunda exploración del sentido de la trascendencia humana.

 

                Un libro, en definitiva, magníficamente narrado, teñido por una fuerte sensibilidad femenina, y de profundas resonancias históricas.
               

 

Arbil, anotaciones de pensamiento y crítica, Nº 103 de marzo de 2006

 

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