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Crónicas navarras de Fernando José Vaquero Oroquieta

Instinto de supervivencia y moral de victoria en la nación española ante el Plan Ibarretxe.

Buena parte de los análisis divulgados, con motivo del desarrollo del Plan Ibarretxe, han obviado unos aspectos subjetivos decisivos: el instinto colectivo de conservación, la moral de victoria y el espíritu de lucha de un pueblo.

 

 

Lo habían anunciado; y han cumplido. El nacionalismo vasco, básicamente unido en torno a la propuesta rupturista del lendakari Juan José Ibarretxe, ha lanzado un órdago al Gobierno de la nación española, en lógica coherencia con una trayectoria política inequívoca. Así es el nacionalismo vasco: maximalista en sus pretensiones y objetivos, apegado hasta el extremo a las que considera sus esencias, unido en lo fundamental por encima de sus divisiones. No podía ser de otra manera. En sus presupuestos ideológicos encontramos sus consecuencias. Y éstas, antes o después, tenían que llegar. La pregunta obligada es la siguiente: ¿por qué los nacionalistas han esperado a este momento?

 

                Acaso, podrían haber intentado, en la actualidad, otras tácticas orientadas al mismo objetivo y que ya les habían proporcionado incuestionables beneficios: gradualismo, negociación…

 

                Los nacionalistas “moderados” parten de una contradicción notoria. Aseguran que el Estatuto de Gernika ha sido ninguneado. Pero, en tal caso, ¿cómo es posible afirmar que ha fracasado si no se le ha podido extraer todo el partido posible? Por lo tanto, la premisa desde la que parten, no es correcta. Pero no esperemos que una lógica cartesiana presida sus comportamientos: son nacionalistas y ello determina sus tácticas y su estrategia; aunque buena parte de ello no resulte inteligible para quienes no comparten esos presupuestos ideológicos. No obstante, ello no quiere decir que sus acciones carezcan de lógica interna. Es más, podría afirmarse, sin temor a equivocaciones, que vienen acreditando notables cualidades: son observadores, buenos analistas, muy pacientes, bastante realistas en muchos sentidos… Entonces, ¿por qué han lanzado este reto, sin agotar una vía ya abierta que todavía podía profundizarse y rendir jugosos frutos?

 

                Para algunos, la respuesta al interrogante anterior es evidente. Dados sus presupuestos ideológicos, tenían que intentarlo: su naturaleza les empujaba a ello. Antes o después y hasta el final. Los propios nacionalistas “moderados”, de alguna manera, avalan esa interpretación; pero presentándola de una manera más elaborada: el Plan Ibarretxe sería, así, la oportunidad de oro para facilitar a ETA su desaparición, avanzando sustancialmente en la dirección de la independencia a la cabeza de todo el nacionalismo vasco liderándolo.

 

                Concurre, en todo caso, una circunstancia cualificada. La mayoría de los análisis efectuados en torno a la naturaleza y perspectivas del Plan Ibarretxe coinciden en un diagnóstico: no tiene posibilidades legales de prosperar, considerando los requisitos necesarios para la reforma constitucional y el juego numérico de las mayorías parlamentarias existentes actualmente. Esta circunstancia también es conocida, evidentemente, por los nacionalistas. ¿Por qué se han decidido a dar un paso, tan importante, que pudiera fracasar, desmoralizando, entonces, a su entregada base social?, ¿simplemente por intentarlo?, ¿acaso, por mera “cabezonería” doctrinaria? Algunos comentaristas consideran que se trata de una mera táctica: el Plan Ibarretxe constituiría un programa de “máximos”, por lo que una vez planteado, vendría la negociación, las concesiones mutuas y las “rebajas”. Pero, la puesta en escena del plan, los apoyos concitados (procedentes incluso desde Batasuna), el esfuerzo humano desplegado, las ilusiones colectivas desatadas, las energías aplicadas…, todo ello parece estar encaminado no a una mera negociación “a la baja”, sino a un esfuerzo -planificado como definitivo- dirigido al objetivo final.

 

                Pero si, legalmente, no parece que existan muchas posibilidades razonables de que el plan alcance el éxito perseguido, ¿cómo han podido imaginar este esfuerzo como definitivo?, ¿no son conscientes, acaso, de las dificultades reales?, ¿no será que su ideología les ciega hasta el extremo de hacerles perder contacto con la más elemental realidad?

 

                En la mayor parte de los análisis efectuados al respecto, desde los medios de comunicación y el mundo de la política, se han obviado algunos aspectos importantes; decisivos en cualquier confrontación humana relevante. Partamos de una premisa: nos encontramos ante un verdadero conflicto ideológico. Así, además de los aspectos objetivos del mismo (bases culturales, marco legal, fortaleza numérica y material de los contendientes, posiciones políticas, situación internacional, etc.), concurren unos aspectos subjetivos decisivos y determinantes del “factor humano” y de su identidad colectiva: viveza del instinto de conservación, voluntad de lucha, y moral de victoria.

 

                Todo lo anterior, a los nacionalistas, les sobra: están crecidos. No en vano, llevan varias décadas avanzando implacablemente, sin apenas retrocesos significativos ni resistencias insalvables, en su proyecto de “crear nación”: tanto desde los poderes públicos, como en la misma sociedad. Con el Gobierno de Aznar se les torcieron, un poco, las cosas y, tal vez por ello, comprendieron que podrían encontrar unas resistencias superiores a las previstas, a su estrategia gradualista. Y les entraron prisas: habría que agotar plazos, determinarlos en la “agenda política” de una vez; no fuera que los “radicales” se les adelantaran de nuevo o se perdiera, incluso, el tren de la secesión…

 

                En este contexto, ¿qué moral detenta el adversario, es decir, el pueblo español? Los nacionalistas, tanto “moderados” como “radicales”, la han calibrado, más bien, como escasa. La quiebra del “bloque constitucionalista” en el País Vasco, escenificada con la eliminación de Nicolás Redondo Terreros de la dirección del PSE-PSOE, les empujó a esa expectativa. Otras circunstancias, como la crisis experimentada entre las asociaciones de víctimas del terrorismo y el desconcierto del movimiento cívico vasco de resistencia al nacionalismo, espejo de la crisis existente entre el Partido Popular y el PSOE, lo han contemplado, analizado, y recibido con verdadero alborozo (no había mas que leer algunas reflexiones publicadas en Gara en las últimas semanas).

 

                En definitiva: consideran que “los españoles” están acobardados, sin moral de victoria, sin voluntad de lucha, con un mortecino y decadente instinto de supervivencia. Y, en unas circunstancias así, lo que no parece posible inicialmente, puede devenir real con buenas raciones de voluntad, empuje y determinación.

 

                La retirada de las tropas españolas de Irak también les provocó cierto indisimulado regocijo, fortaleciendo esa percepción: si los españoles no están dispuestos a derramar su sangre en Irak, tampoco lo estarán para hacerlo por el País Vasco. Una fuerte y constante presión, de gran intensidad aunque sin llegar al derramamiento de sangre, podría conseguir lo que en condiciones normales (un pueblo decidido y liderado por dirigentes voluntariosos en un marco legal indiscutible) sería inimaginable; y más después de algún serio fracaso del constitucionalismo, unos cambios políticos imprevistos, varias décadas de desarme cultural, moral y espiritual de los españoles, y el lógico desgaste provocado por decenios de sufrimiento.

 

                Desde el poder público se puede impulsar la “construcción nacional”: mediante el empleo consciente de los medios de comunicación, la modelación de un funcionariado afín, un sistema de enseñanza politizado para el cambio de mentalidades, las políticas de subvenciones a empresas y entidades de todo tipo, una política de revolución cultural… Y los nacionalistas bien lo saben: lo vienen practicando desde hace décadas. Y con bastante éxito. Pero siempre se han preguntado lo siguiente. Los sucesivos gobiernos españoles, ¿por qué no han actuado de manera análoga, desde sus medios casi ilimitados, intentado contrarrestar la labor nacionalista? Y llegaron a sus propias conclusiones: el “enemigo español” carecería de capacidad de análisis y de estrategia; diseñando, lo más, algunas tácticas puntuales y ocasionales. En este contexto, para los nacionalistas sólo existe una lectura posible: los oponentes carecen de voluntad de lucha y su rendición estaría próxima.

 

                Podría plantearse una seria reserva a este análisis. Esa presunta ausencia de moral de victoria, ¿no se confunde, acaso, con el lógico deseo de vivir tranquilos, un ánimo, posiblemente, compatible con la existencia de cierta capacidad de reacción? En definitiva, conforme esta otra perspectiva, la desideologización no implicaría la renuncia a todo principio y proyecto colectivo.

 

Los nacionalistas ya han lanzado su reto. Ahora corresponde a los partidos nacionales, y particularmente al PSOE, responderles desde la legalidad, el realismo, la voluntad de su pervivencia y la moral de victoria; liderando a un pueblo español que así lo reclama. No olvidemos otro aspecto. Los políticos y los gobernantes no deben marchar a remolque de los acontecimientos: deben anticiparse a los mismos. Y si detectan flaquezas, deberán poner los medios para reforzar los mecanismos de respuesta del Estado y la propia moral pública. Tampoco deben parapetarse en la sociedad, concibiéndolo como fácil recurso. Primero hay que agotar los mecanismos legales. Ahí radica su responsabilidad: anticiparse, tomar decisiones, y emplear a fondo los instrumentos legales del Estado de Derecho. Y, si es necesario, movilizar al pueblo; pero nunca como alternativa a la ausencia de reflejos políticos, a la incapacidad o a la cobardía. La sociedad civil puede y debe sugerir, coadyuvar, apoyar… movilizarse, en definitiva. Pero no se le debe pedir esfuerzos que no estén dispuestos a efectuar los propios políticos en primer lugar.

 

                No todos los políticos tienen la misma responsabilidad. El PSOE, en el gobierno, y seguramente determinado por el nuevo “talante” y la coyuntura histórica, puede deslumbrarse con la posibilidad de llegar a constituirse en el “partido de la paz”. Pero ese lógico deseo puede distorsionarse fácilmente por las prisas, las divisiones internas, las contradicciones programáticas, los protagonismos personales y territoriales... Al Partido Popular le resta un papel muy distinto: constituirse en la conciencia crítica y vigilante de un proceso político cuyas consecuencias no están escritas; recordando, además, que existe otra manera de hacer las cosas, que ya produjo sus frutos, y que no agotó todas sus posibilidades e instrumentos. Y que, de nuevo, podría retomarse en gran parte. En este contexto, PSOE y Partido Popular, podrían complementar sus perspectivas y aportaciones. Pero siempre con una condición: los partidos se deben a la nación española y el sujeto de la soberanía nacional es el pueblo español, vascos incluidos.

 

 

Arbil, anotaciones de pensamiento y crítica, Nº 90, febrero de 2005.

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